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Edición 217
Escrito por Guillermo Fabela Quiñones   
Jueves, 03 de Septiembre de 2009 01:09

“Escenarios de la descomposición”

La disyuntiva

GUILLERMO FABELA QUIÑONES

ESTO YA VALIÓ MADRE: no tiene caso seguir trabajando para que otros se queden con el poco dinero que sacas, luego de todo un día de chinga. Esta es la tercera vez que abro un negocio, con la esperanza de que ahora sí me dejen trabajar, pero nada. Tal parece que la mala suerte me persigue, aunque no sólo yo soy víctima de cabrones vividores que se dedican a extorsionar a gente indefensa como yo.

Estoy harto, a punto de hacer alguna pendejada si no pongo remedio a esta situación. Me da risa semejante pensamiento, cuando sé que la única salida es cerrar el changarro, huir con la esperanza de que no vayan a seguirme los pasos como ha sucedido las otras veces. Esto es lo que me saca de quicio, darme cuenta de que soy un cobarde, incapaz de hacer frente a esos malditos parásitos, protegidos además por las supuestas autoridades que tenemos.

Vistas las cosas con objetividad, no es que sea cobarde, sino que sería inútil arriesgarme a perder la vida para que las cosas sigan igual. Mi esposa y mis tres hijos se quedarían solos, a merced de hienas perversas que no se tientan el corazón para hacer sus chingaderas. Esta es la verdad, lo reconozco, por eso no me queda de otra que cerrar otra vez el negocio y huir a un lugar donde quizá encuentre mejores condiciones para trabajar sin tanto riesgo. El problema de fondo es que tendré que malbaratar todo y aceptar con resignación las pérdidas, a cambio de contar con la esperanza de recomenzar otra etapa, con más penurias y molestias para mi esposa y mis tres hijos, los tres en edad escolar.

En las dos ocasiones anteriores nos pudimos adaptar a los cambios forzosos, los aceptamos mi mujer y yo pensando en la seguridad de nuestros hijos, quienes sufrieron al tener que cambiar de escuela y de amigos. Me dolió el corazón verlos pagar por algo muy ajeno a sus vidas adolescentes, pero me consolé al pensar que a cambio podríamos tener más tranquilidad. Qué risa, nos duró poco el tiempo sin las angustias de saber que tienes que pagar “protección”, porque si no lo haces esos mismos estarían dispuestos a cobrarse haciendo un daño irreparable. La primera vez que sucedió creí que denunciando ante las autoridades la extorsión se acabaría el problema. Me fue peor, debo admitirlo, pues de nada sirvió el dinero que pagué a los policías dizque para detener a los delincuentes.

Ahora sé que de nada sirve atenerse a la justicia cuando es un hecho que ésta no existe más que para los que pueden pagar sus altísimos costos. “Si todo ha subido en este país por qué no iba a subir también el precio de las autoridades”, me dice mi esposa con una risa nerviosa que me activa mi impotencia. Si las dos veces que debimos fugarnos lo hicimos a otros barrios, esta vez tendremos que cambiar de ciudad con la expectativa de podernos escapar para siempre de nuestros extorsionadores. Sé que es muy difícil, porque nos tienen vigilados y cualquier movimiento sospechoso los pondría en alerta. Creo que no nos va a quedar de otra que dejar todo aquí, como si aquí siguiéramos viviendo, aunque eso me represente una pérdida total de mi escaso patrimonio. Es que no encuentro otra salida, a no ser exponer a mi familia a sufrir un atentado al darse cuenta los delincuentes de mis intenciones.

fabelaLa disyuntiva, lo sé, es perderlo todo para ganar la posibilidad de seguir con vida, aunque también sé que no sería vida comenzar de nuevo con miles de dificultades a tratar de levantar cabeza. Mis hijos tendrían que dejar la escuela, al menos mientras podemos hacer algo que nos permita sobrevivir. Eso contando con la expectativa de no ser hallados por los mafiosos que me tienen el pie en el cogote. No me explico cómo es que saben exactamente los resultados del negocio, lo cierto es que se me acercaron cuando mejor me iba en la compra y venta de chatarra, negocio que aprendí con mi padre, por eso lo conozco de pe a pa. Estábamos muy contentos mi esposa y yo por lo bien que nos estaba yendo. Hasta pensábamos comprar una casita por un rumbo mejor para nuestros hijos. Todo se nos vino abajo cuando nos dimos cuenta del alcance de las extorsiones, del peligro real en que estábamos. En un primer momento de irreflexión pensé incluso en comprar un arma para hacerles frente, al saberlo mi esposa me reprochó con argumentos contundentes, irrebatibles.

Acepté sus razones, pensando en la posibilidad de que los delincuentes me dejarían en paz en poco tiempo. No fue así, desgraciadamente, pues transcurrió un año completo sin que dejaran de pasar, mes tras mes, por la cuota establecida. Al principio no me fue muy gravoso desembolsar un dinero que prácticamente tiraba a la basura, pero lo fue al aumentar la suma y darme cuenta que no me repercutía en algún beneficio colateral. Ahora son ya casi tres años de estar sufriendo esas extorsiones, sin que se vislumbres expectativas de que tendrán fin. Menos cuando sé de buena fuente que el jefe de los pillos es nada menos que un alto mando de la Policía, quien a su vez tiene que rendirle cuentas a un más poderoso funcionario de la Procuraduría. Esto acabó de hundirme en el más profundo desaliento, y si no cometí alguna pendejada de la que luego acabaría arrepentido fue por los consejos y el apoyo de mi esposa.

Sin embargo, no es fácil aceptar una realidad tan absurda. Así me lo parece, pues absurdo es que las mismas autoridades que debían garantizar la justicia, sean las que se presten a violentarla. Al principio pensaba que no le prestaban a uno el auxilio necesario porque estaban rebasadas por tanto pillo que hay en las calles. Ahora sé que esas mismas autoridades son las que contribuyen al incremento de la delincuencia, no porque no sean eficientes sino porque la corrupción lo avasalla todo. Si en la cúspide de la pirámide se pone el mal ejemplo, pensé con rabia, es impensable esperar que en la base de la misma se tenga en alta estima la honestidad.

Tal es la realidad que estamos viviendo, en la que habrán de crecer nuestros hijos, por eso desde hace varios días me entró una depresión que parece ir en aumento, sin posibilidad de que se me cure a menos que comience a tomar medicinas que tal vez me compongan temporalmente, pero a cambio de perder capacidad de razonamiento y de verdadero contacto con el mundo que me rodea. Lo malo es que mis hijos comienzan a percibir que las cosas no andan nada bien. El mayor me hizo ya preguntas muy específicas que denotan su preocupación. No tuve más remedio que mentirle, con la esperanza de que no vuelva a interrogarme. Con todo, si no hay más remedio que decirle la verdad, tendré que hacerlo para evitarle traumas posteriores, cuando tengamos que actuar movidos por las circunstancias.

Antes no hallaba explicación al cinismo y desfachatez con que llegaron a verme para exigirme el dinero de la extorsión. La primera vez que entraron los tres tipos con facha de facinerosos creí que se habían equivocado de persona, que no era a mí a quien estaban extorsionando. Pronto me di cuenta de mi error cuando uno de ellos me puso una pistola en la cabeza, cortó cartucho y me amenazó con disparar si no accedía a su demanda. Me asusté, desde luego, y le entregué la suma que me había pedido. Me dijo que esa misma cantidad debía ser entregada cada mes, que no hacerlo equivaldría a exponerme a una represalia muy grave. Esa misma noche se lo conté a mi esposa, después de meditarlo mucho. Lo hice, contra mi voluntad, para tenerla al tanto de las cosas y estuviera sobre aviso para cualquier contingencia que llegara a presentarse.

Fue lo correcto, porque hubiera sido muy delicado que se hubiera enterado de la situación por otros medios. Bien sé que estos pillos, con la impunidad que tienen, son capaces de cualquier cosa, por horrible que sea. Buen ejemplo de esto lo tuve al saber la suerte tan ingrata que tuvo un compadre, cuyo negocio se encontraba a tres cuadras del mío. Se le hizo fácil no pagar la extorsión, cosa que me aconsejó hacer también. Por supuesto no le hice caso, hasta traté de disuadirlo, hacerle ver su error, pero se disgustó conmigo y no nos volvimos a ver. Estaba más harto que yo de los pillos que lo extorsionaban, los mismos que a mí, pero más frustrado se sentía por la impotencia de saberse víctima de un hecho injusto. Nunca me dijo lo que pensaba hacer, nomás actuó por su cuenta, quizá pensando que al enfrentarse con los delincuentes podría acabar con el pillaje. Lo que ocurrió fue que perdió la vida, de manera horrible, pues lo secuestraron y su cadáver apareció una semana después, con signos de torturas indescriptibles.

Traté de ocultarle a mi esposa la tragedia de mi compadre, pero no fue posible porque el caso apareció en los noticieros de la televisión. Se puso histérica, sólo me fue posible calmarla al asegurarle que pronto nos iríamos a otra ciudad. Lo hice pensando en mandarla a ella y a mis hijos a casa de mis suegros, por una temporada, mientras cambiaban las cosas. ¿Por qué no pensar en un milagro? El problema se presentó cuando me dijo que no se iban sin mí. Le hice ver que sería imposible huir sin que se dieran cuenta los pillos, pues nos tenían vigilados día y noche. Así debía ser, lo supuse, al saber mis movimientos, lo que a su vez se complacían en decirme.

Las cosas se complicaron aún más porque el más chico de mis hijos se enfermó gravemente, de pulmonía, quizá como consecuencia de los descuidos en que incurrimos por la misma preocupación. Armándome de paciencia les dije a los delincuentes lo que nos ocurría en la casa, pensando ilusoriamente que me tendrían alguna consideración. El que llevaba siempre la voz cantante me dijo, con tono burlesco, que a ellos no les importaban los problemas hogareños, que dejara de hacerme pendejo o me atuviera a las consecuencias. Esa vez poco faltó para que estallara y perdiera los estribos. Sentí una rabia incontenible y a punto estuve de abalanzarme sobre el tipo. Obvio es que si lo hubiera hecho hasta allí habría durado mi vida. Recapacité a tiempo, nomás para reprocharme mi actitud después que se marcharon.

Ahora las cosas van de mal en peor, consecuencia lógica de la falta de atención al negocio. Los ingresos han bajado, no así la suma de los extorsionadores. Para ellos no hay argumentos que valgan y los hagan razonar. Esto se convirtió en un círculo vicioso al que no le veo salida. Seguramente, de seguir como vamos llegará el día en que no tenga la cantidad que me exigen, no porque no se las quiera dar sino que literalmente no la tendré en mis manos. Mi mujer no parece entenderlo y sigue terca en no querer marcharse con mis hijos a casa de sus padres en Durango. Piensa que me quiero deshacer de ella, así me lo dijo el otro día. A punto estuve de soltarle una cachetada, no lo hice para no complicar aún más nuestra relación, que va de mal en peor a raíz de lo indisoluble del asunto de los extorsionadores.

Como si no fuera suficiente este problema, hace unos días nos enteramos que mi suegro había sido víctima de un asalto. Quedó mal herido, casi al borde de la muerte. Mi mujer tuvo que viajar sola a ver a su padre, dejándome al cuidado de los muchachos. El mayor sabe perfectamente lo que nos está ocurriendo y no está dispuesto a permitir que nos sigan extorsionando. Pero el pobre apenas tiene dieciocho años y no sabe defenderse. Lo he tenido que convencer, a regañadientes, de que muy pronto terminará la pesadilla. Me pregunta cómo y cuándo será eso y lo único que puedo hacer es inventar una serie de mentiras que ni yo mismo me creo. Lo que sé con absoluta certeza es que no podré contenerlo por mucho tiempo, y que en su inconciencia sería capaz de una acción descabellada.

He llegado a la conclusión de que no tenemos más remedio que abandonar todos nuestros bienes, perder nuestro patrimonio como si fuéramos víctimas de un siniestro muy dramático, y resignarnos a vivir en la pobreza más lacerante el tiempo que tarde en poder hacerme de otro negocio, en una ciudad donde no puedan encontrarme los extorsionadores. Tendré que arriesgarme, no me queda de otra, porque el círculo se está estrechando y no debo aceptar perder a mi familia, lo que seguramente sucederá si no actúo con la desesperación de la emergencia cotidiana en que se ha convertido mi vida. Tan sólo imaginar que una cosa así le llegara a suceder a uno de mis hijos cuando sean adultos, me enerva y hace que casi llore de rabia. ¡Qué terrible es vivir en un país donde la ley es puro cuento!

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