ECONOMÍA Y POLÍTICA MIGUEL ÁNGEL FERRER
Sida, dogma y ciencia
A COMIENZOS DE LA década de 1980, aparecieron en Estados Unidos los primeros casos de una hasta entonces desconocida enfermedad. Las víctimas iniciales eran hombres homosexuales. Y por algún tiempo no aparecieron varones heterosexuales entre los afectados.
Esta situación, que como más tarde se sabría, iba a ser temporal, llevó a muchos dirigentes políticos y religiosos estadounidenses a considerar al nuevo flagelo como un “castigo divino” para los practicantes de las relaciones homosexuales.
El máximo dirigente político de EU, el mismísimo presidente Ronald Reagan lo expresó del siguiente modo: “Quizás el Señor nos ha enviado esta epidemia porque el sexo ilícito infringe los Diez Mandamientos”.
Esta expresión de Reagan pronunciada en 1989, hacia el final de su gobierno, aparece en su biografía autorizada, publicada por Edmund Morris en 1999. Y si bien no existen otros documentos o fuentes que consignen esas absurdas palabras, la frase ha quedado ligada para siempre al ultraconservador ex mandatario.
Pero más allá de la autoría de la estúpida frase, lo históricamente cierto es que durante el gobierno de Reagan muy poco o nada se hizo en EU para contener la enfermedad que empezaba a convertirse en la mortífera epidemia a la que se llamó sida.
Hasta ahora esa epidemia ha producido más de 25 millones de fallecimientos y muchos más millones de enfermos. Y no cabe duda razonable de que esa tardanza inicial del gobierno estadounidense para enfrentar la nueva patología ha sido responsable de la magnitud y crecimiento de las cifras de enfermos y fallecidos.
Una vez, sin embargo, que ciencia y científicos se pusieron a trabajar, pudo saberse que al agente productor de la dolencia era un virus. En 1983 el mortal virus fue identificado, lo que permitió algunos años después producir tratamientos que retrasan y hasta detienen el curso de la enfermedad, y dan una larga sobrevivencia a los infectados.
Esto fue posible porque la ciencia no se ocupa de dogmas, revelaciones, divinidades, creencias y pensamientos mágicos. La ciencia sólo se ocupa del estudio de los hechos. Y su trabajo está orientado a buscar y encontrar la causa de ellos.
Para la realización de su trabajo, la ciencia cuenta con un principio cardinal que recibe el nombre genérico de teoría del conocimiento, la cual se compone de cuatro teoremas básicos:
1.- DEBAJO del aparente desorden del universo, existe un orden que es posible conocer.
2.- TODO CUANTO existe en el universo existe en determinada magnitud, y toda magnitud es susceptible de ser medida.
3.- TODA CAUSA produce un efecto y todo efecto es consecuencia de una causa.
4.- TODO CAMBIA eternamente o, como decía Heráclito, nadie se baña dos veces en el mismo río.
Fue el padre de la química, el francés Antonio Laurent Lavoisier, quien hacia finales del siglo XVIII, hace poco más de doscientos años, demostró la veracidad y validez de aquellos cuatro principios básicos de la ciencia, al formular la célebre teoría de la conservación de la masa, la cual postula que la materia no se crea ni se destruye, que sólo se transforma.
Estos principios fueron la base de los trabajos científicos que permitieron la invención-descubrimiento de vacunas, germicidas, antibióticos, antivirales, anestésicos y medicamentos. Que posibilitaron, en resumidas cuentas, el prodigioso e incontenible avance de la medicina en los últimos doscientos años.
Hoy el ser humano sabe que enfermedades y epidemias son producto de la existencia de los gérmenes. Y sabe igualmente que combatiendo éstos, se combaten y eliminan aquéllas. “Matad a los gérmenes –decía Pasteur– y acabaréis con las enfermedades”.
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