EDITORIAL
El Comandante no tiene quien le escriba
ESTÁ CIENTIFICAMENTE COMPROBADO -Perogrullo podría certificarlo- que, entre las muchas mercancías que tiene disponible el libre mercado, no aparece la que más requieren los déspotas: El sentido común. La madre del patriarca de García Márquez se lamentaba, palabras más, palabras menos: Ay, hijo, si he sabido que ibas a llegar a Presidente, te hubiera mandado a la escuela. Como si Salamanca ofreciera lo que natura niega.
En la vida real, doña Mercedes Quesada de Fox llegó a decir, con la sabiduría propia de toda madre: No lo visualizo como Presidente. Se refería a su hijo Vicente Fox, a quien no le veía aptitudes de estadista. Sin embargo, Fox, que fue acosado mediáticamente entre 2005 y 2006 para movilizara al Ejército para sitiar al menos el Distrito Federal, él, personificación del absurdo en muchos disparates, no cayó en el absurdo de militarizar su mandato.
Diez años antes de que el Partido Acción Nacional (PAN) iniciara su segundo sexenio en la presidencia de México, fue advertido de la peligrosa improcedencia de embrocar a las fuerzas armadas en funciones policiales y, expresamente, en el combate a las bandas del crimen organizado. México -se le dijo al PAN- no tiene un principio rector que modele y forme a sus fuerzas de seguridad dentro de líneas democráticas modernas.
“Involucrar a los militares en labores policiacas, especialmente en actividades antidrogas, implica serios riesgos. El más obvio: El riesgo de penetración y corrupción entre los militares por los traficantes de drogas; pero también son importantes las tensiones y conflictos entre los militares y las fuerzas policiacas, las autoridades políticas y gobiernos en varios niveles; y los conflictos surgidos por las acciones de tipo policiaco en contra traficantes que se desbordan e infligen daños colaterales”.
Las líneas aquí subrayadas son retomadas del estudio Crimen organizado y gobernabilidad democrática en el contexto Estados Unidos-México, debido al investigador John Bailey, publicado en Propuesta, revista teórico-doctrinaria de la Fundación Rafael Preciado Hernández (PAN), número 4, febrero-1997. En el consejo editorial aparece Felipe Calderón Hinojosa. Ante el dilema, “recurrir a los militares para forzar el cumplimiento de la ley producirá, muy probablemente, resultados negativos más trascendentes”, advirtió el autor.
Por donde se lea, el estudio de Bailey contiene elementos como para haber pensado más de dos veces la declaración de guerra contra el narco emitida por Calderón en diciembre de 2006. El que no se haya reflexionado juiciosamente esa decisión, hace verosímil la especie de que, con cargo a la lealtad, la disciplina y el prestigio de las fuerzas armadas, se procuró recuperar legitimidad de gestión para un mandato electoral cuya legalidad quedó en entredicho desde el mismo momento en que los órganos de competencia lo otorgaron.
Las consecuencias de la insensatez de haber militarizado la institución presidencial no pueden ser más graves: En los últimos meses se ha conocido una grave crisis de entendimiento entre las comandancias del Ejército y de la Marina Armada, y han sido asesinados tres generales, amen de frecuentes atentados contra otros militares a cargo de la seguridad pública en los estados; en recientes semanas, otros tres generales han sido indiciados por la Procuraduría General de la República (PGR) bajo la presunción de vínculos corruptos con jefes narcos.
En la más reciente acción punitiva de la PGR pesan cuatro factores de sospecha sobre la credibilidad de la fiscalía: a) procedimientos tardíos derivan de la intromisión de agencias de investigación de los Estados Unidos; b) las acusaciones se sustentan en supuestos testimonios de testigos protegidos; c) uno de los generales fue arrestado una semana después de haber participado en un foro partidista en el que criticó la política antidrogas, argumentando incluso la falta de estrategia, y d) se apeló al recurso del arraigo de los detenidos, lo que induce a pensar que se les apresó sin contar con pruebas contundentes de las imputaciones que se les hacen, como ocurrió en dos casos electorales precedentes -Michoacán y Quintana Roo- en los que, finalmente, los procesados fueron liberados por la autoridad judicial, sin que su exposición y linchamiento mediáticos hayan sido sancionados.
Cualesquiera que sean los móviles reales de esa represión, de la que es responsable el presidente de la República -como comandante supremo de las Fuerzas Armadas y como jefe civil de la autoridad administrativa-, que ese insólito proceder se ejecute en semanas previas a las elecciones generales para la formación de los poderes públicos federales, subvierte la posibilidad de que la sucesión presidencial se encauce por la vía pacífica y cualquier rumbo alterno que se le imprima al proceso, aun como mera tentación, será atentatorio contra la institucionalidad democrática, de por si tan precaria.
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