Miserias de la
justicia mexicana
ESTE TÍTULO PODRÍA SERVIR lo mismo para referirnos a la
justicia fiscal o a la justicia electoral, pero hoy nos enfocamos sólo a la Justicia Penal que -a
contrapelo de las frecuentes reformas de los últimos años- sigue anclada en
seculares usos y costumbres que niegan la Ley y, por supuesto, evaden una recta aplicación
del Derecho.
A PARTIR DE LA IRRUPCIÓN en el poder público de la tecnoburocracia neoliberal hace tres décadas, nunca antes en la historia
de México el gobierno habló tanto del Estado de Derecho. Especialmente en las
presidencias del Partido Acción Nacional (PAN), y particularmente en la de
Felipe Calderón -en que las más estratégicas esferas de decisión gubernamental
fueron delegadas a egresados de la Escuela
Libre de Derecho- se apeló a la doctrina clásica para
defender el uso de la fuerza -expresamente la armada-como monopolio exclusivo
del Estado.
El ejercicio de ese monopolio pretendió justificarse al socaire
de la guerra narca, pero su depravación
sirvió, de un lado, para usos electoreros o, en otra vertiente, para blindar
con descarada impunidad la disolvente industria de la corrupción.
En un lapso de apenas siete años, nada menos que dos
ministros presidentes de la Suprema Corte
de Justicia de la Nación
han sido piedras de escándalo: Uno, por su injerencia en la política electoral
para inhabilitar a un candidato a la presidencia de la República; el otro más
recientemente, por pretender hacer de su función pública medio de encubrimiento
y solución de su conducta privada. Magistrados o jueces de distrito han sido
defenestrados -pocas veces indiciados- por colusión con el crimen.
En ese poroso terreno de licencias fácticas, agentes de
procuración de justicia se han valido de medios de comunicación para el
linchamiento de detenidos, haciendo abstracción de la presunción de inocencia.
Por ese mismo carril, transitan litigantes privados que, a golpes mediáticos, visten
de blancas palomas a presuntos delincuentes.
En la segunda categoría se inscribe el caso de Tabasco
desde que, aún antes de la entrega de la administración estatal saliente, el
gobernador Andrés Granier Melo y algunos de sus colaboradores, como el ex
secretario de Administración y Finanzas, José Manuel Saiz Pineda, fueron sujetos
de sospecha de corrupción.
Abiertas las averiguaciones al respecto por la Procuraduría General
de la República
y la Procuraduría General
de Justicia del Estado, conforme se recopilaban y exhibían evidencias de las
imputaciones, los abogados de los sospechosos se atrincheraron en la malicia huizachera para recurrir a meras
truculencias, a cuya difusión se han
prestado algunos medios de
comunicación que han aceptado incluso divulgar que las acusaciones contra los
presuntos responsables son producto de una conspiración orquestada por un ex
candidato presidencial de origen tabasqueño.
Saiz Pineda fue arrestado a finales de la primera semana
de junio en la frontera Tamaulipas-Texas, cuando pretendió internarse en los
Estados Unidos con visa suspendida. Fue entregado a agentes federales
mexicanos. El 9 de junio y todavía la madrugada del 10, una cadena televisora,
con la sola voz de un abogado, divulgó incesantemente que el ex secretario de
Finanzas tabasqueño había comparecido ante la procuraduría estatal y esta
dependencia resolvió liberarlo por falta de pruebas.
La misma noche del 9 de junio, el procurador estatal
Fernando Valenzuela Pernas había dado por detenido e indiciado por peculado y
uso de recursos de procedencia ilícita al ex funcionario. Tope en eso, la
versión de su liberación se mantenía en el aire.
Serán el juez o los jueces de esa causa, los que dicten
la última palabra sobre ese putrefacto asunto. Queda en el registro público,
sin embargo, el dato de que la justicia penal mexicana no anda en buenos paso.
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