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Edición 214
Escrito por Pino Páez   
Martes, 14 de Julio de 2009 20:31

CRONICAR ES OFICIO DE ambulante, del tránsito a pie con un reguero de huellas para empolvar otras caminatas; nadie se salva de ser cronista en la recopilación de su propia historia, de las andanzas que memorizan lo que uno ha sido y lo que uno es en la íntima revelación del recorrido.

Crónica uno: la misma chilladera

   Un par de semanas atrás vi, en Tacuba, por el Munal, a don Paulino ancestral e idéntico a la estampa suya ¡de hace medio siglo! Me tallé los ojos por instinto, deseaba quizá que al abrirlos se diluyera esa figura de aparición, anhelaba creer que era producto de una memoria terca en reinventarse fisonomías de otrora para presumir sanidades evocatorias... él, empero, mantenía su presencia sin mirarme, sin darse cuenta de una repentina humedad que lo vigilaba, que le vaciaba los ojos en prolegómenos de inexplicable aguacero.

   Volví a restregar los párpados, aunque esta vez a fin de despojarme el agua que me anublaba, ¡era él!, el mismito don Paulino vecino mío en mi niñez, en Victoria 42, en el universo de aquella céntrica azotea repleta de cuartitos en que los moradores apenitas cabían empequeñeciéndose y sólo de perfil.

   50 abriles ha que don Paulino era ya adulto, padre de Jonás e Hilda con quienes compartí diversiones y el milagro de la primera amistad; se nos daba permiso con la única condición de no acercarnos a las bardas liliputienses, tan chaparritas que hasta un infante quedaba con medio cuerpo sobre ellas, atestiguando que autos y peatones eran de maqueta, juguetería movible al microscopio... capaz de quedar sepulta en una zancada.

   ¿Y si fuera alguien de un parecido extraordinario, un ser reinstalado por capricho en la reliquia de mi pensamiento? Dudaba sin deponerle mi desorbitada observación. Me hallaba tan confundido que incluso creí haber escrito algo sobre don Paulino en un texto de pura imaginación, de la fábula que al reiterarse tórnase verdad, veracidad de uno mismo en la población de los adentros.

   Sin embargo, ese bigote ralo que custodiaba la inminencia de una sonrisa... sólo podía ser pertenencia de don Paulino. Y ese pelo impetuoso e intacto en su negrura. Y la cubeta rebosante de lagunas asida de su diestra. Y aquella lanza de madera con trenzas llorando la limpieza. Y las espaldas de valladar que colgaban un montonal de franelas como para proteger su sombra de tanto fulgor de mediodía. Y la peculiarísima manera de fijar la vista intensamente café en los tendederos del horizonte. Y...

   Grité su nombre acicateado por mi desesperación: ¡Don Paulino!, expresé casi desgañitado. Al instante viró, su sonrisa se abrió en ventanal y de mí hizo el horizonte donde tender la mirada. Estaba mi ex vecino desconcertado. Le pregunté por Hilda y por Jonás. Se incrementó su sorpresa, pero me respondió que ambos estaban bien, uno radicado en Los ángeles, la otra en Apam que ya lo había hecho bisabuelo. Antes de que inquiriera quién era yo, con similar sonoridad con que lo nombré, dije estentóreo: ¡Le habla Noé! ¿Ya no me reconoce? Su boca de amaranto, de alegría pura, se semicerró en una ranurita de tristeza. Se le atestaron de océano los lagrimales. En él vi mi reflejo a punto de ser lavado.

   Lloraba don Paulino al percatarse de los estropicios que contra mí, contra el amigo de sus hijos, había cometido el titipuchal de calendarios, los que a él -muchos más caudalosos- ni una ojera le habían abombado para embolsar lo visto en un encostalamiento de miradas... doliente me contemplaba lo calvario hasta la ignominia del desierto y el salpicadero de lunares opacos que me ponen más sepia que una antiquísima fotografía, y la joroba que abulta el cargamento de mi pesadumbre. Frente a mi despojo lloraba muelles don Paulino.

   Viéndome yo en su diluvio de sal...  también ojeé una marejada, lloré por mí, por lo mirado en aquel mar... y me fui más giboso, más enjorobado todavía, como estibador que amontona en sus espaldas todo el puerto que ha llorado.           

Crónica dos: qué imagen de lunas platicadas

   Aún empapado por dolencias que no son de anatomía, entré a la hermosa iglesia de San Francisco, donde incluso un libre pensador como uno puede aspirar de los vitrales una desbanda de paz que le tumba púas al resuello. Admiraba la pinacoteca en santificada orgía de colores, y los íconos sobriamente erguidos en las mentiritas de su pedestal, amén del metálico gariboleo que abrillantaba pomos y cerraduras en astronomía.

   Olía a plenitud el apaciguamiento, sin incienso ni velas a mi derredor, una especie de aromática tranquilidad se apoderaba de mi olfato. ¡Qué olor a bienaventuranza! ¡Qué acicalamiento de indulgencia pulmonar! ¡Qué gloriosa sazón de redenciones!

   Caminaba, flotaba más bien, en ese ambiente de armisticio... cuando de súbito me topé con una imagen de lunas platicadas: una mujer delgadísima cuyos hombros parecían quebrantarse con el peso de tanta luz ¡platicaba con una Madona pincelada en el caserón de un recuadro! ¡Eran igualitas, ésta y Aquélla, la misma faz pletórica de sembradíos, el rictus calcado en la contemplación de la peor de las derrotas, la barbilla de ambas temblorosa, una pera en vísperas de ocultarse en la vetustez de los senos!

   Llegué a pensar que una de ellas fue modelo de artista, materia prima de inspiración. Sigiloso fingí admirar un espléndido Cristo de madera, Negrísimo El Señor desde su ébano, África otra vez crucificada. Escuché cómo la charla discurría: “¡No dejes que se me muera, mejor hazlo huérfano, que lo hieran por siempre los vacíos... pero no permitas que yo le sobreviva, que lleve a cuestas el pesar que ya no cabe en mis hombreras!”.

   No se trataba de una plegaria monologada, Madona, Su Réplica, respondíale a partir de una mudez estentórea en que sobran las palabras; oía yo cada contestación desde la charla en blanco que custodia la brevedad de un poema, o el murmullito de Dios que sabiamente no se escribió en el papel pautado.
   La mujer parada intercambió dulces ademanes con la Mujer Pintada... y de un lentísimo medio giro salió del templo sumida de glorificación en un chal intensamente oscuro, como si se escondiera en la bondad de una tiniebla.  Algo o Alguien me impulsó hacia la Madona y, sin ser creyente, ni orar, le platiqué que en verdad mucho hieren los vacíos contra el huérfano... y me fui desabrigado en la eternidad de mis abismos.

Crónica tres: alfombra de soñador

  En mis tímpanos tañía el coloquio de aquellas mujeres, sin que pudiera descifrar Quién poseía lo sacramental de una mayúscula. Madero, sí, la ex callecita de Plateros, soportaba las marejadas de un tumulto, oleajes de gentío que a empellones anuncia la paradoja de su ausencia, voces de agua evaporadas en la inmediatez de su amnesia. De inmediato se me difuminó la paz olida al ver un hombre tirado bocabajo en la banqueta, sin calcetines, con tenis tan empolvados que se diría producto de un trajín cuya meta era la caída; un hilacho enorme de lo que alguna vez fue camiseta descubría en sus espaldas un serpentario de cicatrices, de un gris poderoso, como si un látigo enlodado le hubiera perpetuado el cargamento de las sierpes.

   Se hallaba en las proximidades del templo de San Francisco, los feligreses al entrar ni un reojo le destinaban, menos los que salían, en especial, los comulgantes que paladeaban el refrigerio del perdón. Los transeúntes vadeaban al caído como se ladea el paso ante una cáscara. Qué harapiento sueño alfombraba para nadie el soñador.

   Yo también iba a ladearlo, pero algo o Alguien otra vez me aventó con volátiles manazas... y me agaché a palpar si era el sueño de un cadáver o el desmayo de un ayunante involuntario. Con la menor aspereza de mi torpe accionar, le toqué con el índice una clavícula llamándolo a despertar... o a resucitar. Percibí en la yema de mi dedo una tibieza extraña, de vida que se va o de muerte que acaba de ocurrir.

   Me animé a voltearlo, a enfrentarme con la muerte que acaba de ocurrir o el hambre que sueña un precipicio. Un grito mío por unos momentitos atrajo a los paseantes, ¡era yo el hombre derrumbado, mi reflejo de varias décadas acontecidas! ¡Mi pelambre recuperada en la libertad de su desorden! ¡Mis mismos ojos de trolebús iluminado! ¡La boca seca con trazos de arena blanca después del espejismo!

   Se despertó y con mi tonalidad de antaño me suplicó “Ayúdame, traigo una cruz que me clava un sacrificio, ¡cúramela con una harto copeteadita de chinchol!” ¿Cómo negarme a mí mismo una curación extemporánea? Revisé mis bolsillos. Me alcanzaba para varias tandas de tanguarniz en la piquera La Orizaba, no lejos de ahí, en Dolores. Y abrazándome a mi añoranza... partí con ganas de recuperar mi perdida juventud en la salvación de una guarapeta.  

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