El caminante de la montaña fría
* PAC: ©Hernán Rodríguez Klaustermann
A los integrantes de ©El Círculo, vivos y muertos.
Por que veramente viven en todo lo vivo destas Altas
Montañas e Sierras Nevadas de Popocatepec e Iztaccíhuatl.
Son fijos de algo tan viejo que non se entiende.
Martín Diaz
Vera Historia de los Bolcanes de la Nueva España,
2ª. Edición. 1748
Era una noche oscura...
De esas en las que resulta casi imposible ver la mano frente a la nariz, a menos que se adivine. Caminar en ella era como bucear entre tinta negra.
El viejo viento frío y cortante cantaba su canción eterna sobre los contrafuertes de la Iztaccíhuatl -la montaña con nombre de mujer-, mientras el caminante solitario bajaba por una empinada cuesta.
Antes de dejarla atrás el joven montañista con parka de nylon azul, maldijo a media y alta voz, a la ruda manera de los montañeros veteranos, cuando la ya decreciente luz de su lámpara frontal se extinguió por completo dejándolo en las tinieblas, casi en medio de la áspera pendiente de cantos rodados.
Pero, de no haber mediado la falta de luz, tal vez él nunca hubiera visto el tenue resplandor oscilante, de lo que parecía una fogata entre los pinos...
Bajó hacia ella con lentitud, tanteando casi a ciegas con sus fuertes botas de alta, el desnivel antes de dar el paso; paciencia de montañero, ajeno al frío sintiendo su camino.
Ahora, luego de algunos resbalones y raspones se encontraba ante un recio hombre de los bosques, un curtido montañés, con una fogata de oloroso ocote ante ellos, en la que hervía un pichel de aromático café. El leñador o canalero -no le había preguntado su ocupación-, era un hombre viejo, más bien chaparro, pero con seguridad capaz de caminar por los bosques, mucho más allá de la resistencia de alguien no habituado a las alturas.
La fogata proyectaba sombras y luces sobre ellos y en los enhiestos pinos alrededor, creando imágenes extrañas. Algo muy habitual de las fogatas en cualquier bosque profundo de las montañas.
Pero lo que no era del todo habitual era aquello que comentaba el viejo que estaba ante el montañista solitario mientras éste sorbía el fuerte café endulzado con piloncillo:
Contaba una historia de los bosques profundos, de esas que sólo llegan a escucharse in situ cuando se va a las montañas a algo más que de paseo y, se lleva en la sangre el virus de las cumbres.
- Mire usted joven, esta montaña es mujer..., la llaman “el Iztaccíhuatl” porque no saben; pero es la mujer blanca, como si saben todos los que conocen la lengua de los antepasados. Esta montaña es vieja, por edad y por su sexo. Y, como es vieja, le gustan los hombrecitos. Y, se los come cada vez que puede... y, por diosito que a cada rato puede. Es una vieja y tienta a los hombres, los llama. Cuando ellos suben a ella, los excita con sus redondeces y sus grietas, con su hielo y sus filos. ¿Sabe?, a veces allá arriba hay música, si; en el glaciar del corazón del agua...
“A veces es muy ruidosa, otras sólo llega desde dentro y se oye dentro, a veces es una música de cuna..., o quien sabe de que chingaos, pero atrae. Dicen que cuando suena así los hombres ven las grietas en el hielo cálidas, como una cosa rica de mujer, o los brazos cálidos de una madre.”
Sonrió mostrando sus dientes viejos y manchados de nicotina y continuó:
- Algunos que se han sentido muy machos se echaron sobre ella pa’echársela, otros de plano entraron a ella como en los brazos de mamita.
“Ninguno ha regresado.”
Sonrió otra vez, mostrando de nuevo los dientes y, cloqueo con sonido cascado...
- Es que las viejas y las madres llaman... Y, cuando esta montaña llama a quienes están en ella; sólo los muy hombres pueden resistir esa voz. Los demás, pos nomás entran en ella y aluego desnacen.
El caminante solitario miró a su interlocutor con duda...
- Y usted joven, ¿a poco no ha oído la voz de la montaña?
El joven montañista se estremeció involuntariamente como si de súbito la montaña toda se hubiera vuelto más fría...
Porque bien sabía, aunque racionalmente deseara negarlo, que si había oído aquella voz, canto y música.
Una voz acariciante de mujer que llamaba a ir con ella; un alegre canto formado por susurros y crujir de pinos, viento y agua cristalina; una retadora música que era chirrido de hielo, ronco rugir de glaciar, silbido de viento helado; en la danza de los fuertes, que era a su vez la poesía del acero sobre el hielo:
En busca de ganar el derecho de vencer y ganar un trozo de vertical helada bajo el cielo.
Una llamada insistente que era muy difícil de olvidar y que atraía, atraía...
- Bueno, yo...
- No se haga, por la cara que puso sé que ha oído el canto de la montaña. Tenga cuidado joven, porque cuando alguien puede oírlo, aluego no puede olvidarlo y algún día podría ser demasiado fuerte...
- Si usted lo dice -respondió el joven, que ocultó su turbación sirviéndose otra taza de café. El viejo le alargó una botella de tequila barato y le indicó con un ademán que lo agregara al café.
Ambos permanecieron en silencio, mirándose por encima de los bordes de sus tazas.
Tazas de montañés, rústicas; hechas con viejas latas de leche Clavel y pedazos de alambre; prolijamente lavadas en el riachuelo cercano.
La fogata chisporroteó y el viejo rió de pronto -no la risa cascada mitad cloqueo que antes había emitido y se esperaría de él, sino la de una persona joven-, mirando con fijeza al caminante de la montaña fría.
El joven no pudo evitar un estremecimiento.
- Por estos bosques, en noches como esta -susurró sibilante el viejo- se deslizan los que cuidan la montaña.
Miró al joven con una sonrisa pícara y señaló el sector con la cruz azul, cosido en la manga izquierda de su parka celeste, el cual junto con su chapetón metálico sobre el pecho, indicaba que aquel era un miembro activo y graduado del Socorro Alpino México.
- Pero no son “cuidadores” como usted... Son mucho más..., antiguos tienen miles de rostros y se llaman Coatltelpoxtlis, los eternos jóvenes osados. Ellos cuidan a quien ama a la montaña y matan a quien la destruye. Usted joven… ¿Ha destruido algo en la montaña?, ¿o es acaso y para su fortuna de los que si aman a la montaña?
- Yo amo a la montaña, jamás destruiría algo aquí... —Respondió el joven en un susurro, mientras asentía, como si acabara de recibir la respuesta a un viejo enigma...
- ¡Qué bueno que sea así!; pues de lo contrario podrías estar en peligro amiguito. ¿Entonces conoces Huayatlaco..., al amanecer?
No era la voz de un viejo la que ahora le tuteaba.
El joven volvió a mover la cabeza afirmando.
¿Le estaban jugando bromas las sombras y destellos producidos por la fogata?
Pues el “viejo” parecía crecer por instantes. El montañista movió la cabeza y aspiró una bocanada de aire frío para despejarse, mientras pensaba que la culpa era del “tequila”. ¿Era siquiera tequila o algún infernal bebestrijo montañés, elaborado con alcohol del 96?
Claro que él conocía Huayatlaco y que había oído bastante de los Coatltelpoxtlis. Estaba muy conciente de que él había ofrecido a ellos (a lo que representaban), su sangre al lívido amanecer, en aquel sitio mágico; lo había hecho como una ceremonia montañista más, como el bautizo con nieve, el apodo, el pioletazo simbólico...
Pero ahora comenzaba a dudar que aquel compromiso representara algo más que cortarse con su navaja en la muñeca izquierda y, ofrecer la sangre al sol, el viento y a los dueños de la montaña ofrecer; su vida.
Para luego echar sobre la herida ceniza de tabaco y salvia -a la manera tradicional-, a fin de que la cicatriz quedara abultada y notoria.
- Después de todo, y si eso es cierto -agregó el “viejo” con voz ronca, escrutándole el rostro-, quizá amiguito podrías ser también, un verdadero cuidador.
Volvió a sonreír mostrando todos los dientes y colmillos.
No eran los dientes y caninos de un viejo...
Los ancianos montañeses no tienen dentaduras tan blancas, grandes y afiladas.
- Me da la impresión -y ahora el tono ya no era tampoco el de un inculto leñador,- que tal vez seamos hijos de lo mismo. Parientes lejanos tal vez, pero quizá también unos hermanos de sangre…
¿Era alucinación o ahora la fogata repartía destellos violeta pulsantes?
El “viejo” extendió el brazo izquierdo, de pronto con un aspecto rojizo y en extremo musculoso, para que el joven lo viera:
Sobre la muñeca izquierda se apreciaba con nitidez la abultada cicatriz dejada por la filosa obsidiana.
- ¿Y, tú pipiltzin tienes la marca? -Los ojos del “viejo” eran como ascuas de fuego amarillo...
El joven tragó saliva con dificultad y extendió el brazo izquierdo, arremangando la parka: Sobre su muñeca estaba la pálida y abultada cicatriz que la luz violeta pulsante hacia se viese lívida; no había sido hecha por el corte con obsidiana ritual, sino con frío acero Rostfrei suizo, pero la intención había sido la misma.
El “viejo” sonrió y tomó su mano en la suya, el fuerte apretón obligó al joven a una involuntaria mueca de dolor, a pesar de tener duras manos de escalador, al mismo tiempo que se estremecía como si hubiera recibido, una descarga eléctrica, de un color violeta pulsante.
- Entonces -sentenció el Viejo-, estás a salvo hermanito valiente: “Tuyos son el bosque y la montaña, las rocas y el agua. Tuyas son la vida y la muerte. Tuya es la atroz alegría de la victoria y la venganza, tuya la música de ella, La Reina, nuestra mujer en el viento y; tuya, La Danza de la Mariposa de Fuego... Guerrero valiente.”
Cuando el apretón cesó, ambos permanecieron en silencio, escuchando el canto de ella, hasta que desapareció con un susurro cálido de viento.
Luego el joven se puso de pie, aunque sentía que la cabeza le daba vueltas, entre la alegría y el miedo. Miró al viejo, que ahora parecía otra vez un leñador o canalero común y corriente. El hombre le devolvió la mirada, como a un igual.
- Debo irme ya, gracias por el café -dijo el joven.
La montaña parecía más plácida que nunca, todo era normal. ¿Lo era? El viejo le sonrió al joven paternalmente, con afecto.
- Estás en tu casa, hermano.
El joven levantó su mochila, la cual ahora le parecía mucho más ligera, y caminó con lentitud y con una adquirida seguridad; sin necesidad de luz, alejándose.
Sin volver la vista atrás…
Cuando lo hizo, el bosque ya se había tragado el tenue brillo de la fogata.
¿Fue todo un sueño? Tocó la cicatriz en su muñeca; ¿brillaba levemente con suave tono violeta?, recordó Huayatlaco y lo que le habían dicho entonces cuando brotó su sangre: “De ahora en adelante, ya nunca estarás solo en la montaña; tienes la marca. Ahora eres Caballero Coatltelpoxtli y la montaña entera es tu casa”.
Eso le habían dicho cuando hizo su juramento con sangre. Aquella noche se lo habían confirmado.
Caminó sin apretar o disminuir el paso, sin necesidad de luz, viendo y sintiendo por vez primera y en verdad su montaña, sintiendo ahora también como era atentamente observado por cientos de feroces ojos de amarillo fuego felino, desde todas partes.
Pero no tenía por qué sentir miedo, estaba en su casa, con sus hermanos.
Nada podía pasarle ahí, pues tenía la marca...
Y, la música del agua, el viento y los pinos le arrulló con suavidad.
Como una madre brindándole una canción de cuna; o una ansiosa amante ofreciéndole su cuerpo, que ya no era de frío hielo; sino de cálida oquedad rosa, esperando al guerrero.
Era grato.
Como toda bienvenida...