RETOBOS EMPLUMADOS
PINO PÁEZ
Cronicario de confusiones
sin Confucio
(A Sergio Molina, por legar su lápiz pincelado)
CONFUNDIR ES FUNDIR LA LUZ sin recurrir a los apagones; el yerro machaca, martillea todas las bombillas… y el foco se queda a ciegas, sin una sola idea que chispee ni una chiripa. Yal descubrir el error ¡cómo hiere la luz en su retorno!
Hay bacantes
Emilio Lara Carrizales no hallaba trabajo aunque pidiera esquina en su doliente deambular; ensobacado con las propuestas laborales de anuncios periodísticos, sólo y solo se topaba con las negativas en cardumen, pese al tacuchito prestado, a la corbatita prestada, a los cascorritos prestados que lustraba casi a lengüetazos, a fin de que el boleado charol en un bolerito dijera la última palabra.
Emilio traía el desempleo metido hasta la médula, osificándole sin calcio la arquitectura de la desesperanza. Le dolía el haz matinal con su ironía de parpadeos. Le dolía el ocaso montado a horcajadas sobre la mansedumbre de los cerros. Le dolía la noche envejecida con el cierzo escarbándole una maldición en los oídos.
Lara, en una de sus infructuosas odiseas… leyó un aviso que le restituyó una gotita de confianza a su desconfiada intimidad: Hay bacantes, leía una y otra vez persignándose a todos los santos, incluidos los palpados y papados desantificados.
Carrizales oprimió el timbre hundiendo espacioso su índice, como si hurgara con delicadeza alguna oscura pecaminosidad. Dedeaba nervioso la reconditez de una incógnita. Literalmente tentador…expectante ansiaba la receptora aparición de un milagro, un bálsamo oral y encarnado que le ahuyentara la persecución de la jijísima catástrofe.
Emilio Lara Carrizales miró en las alturas un purpurino farol y, contra el dintel, el dibujo perfecto de unas pantaletas vacías que presumían la bonanza de lo que habían transportado. Fue entonces cuando se dio cuenta que tocaba en el caserón de un simpático burdelito, con portones de madera perfumada que hacían aspirar el deseo de perderse entre las balsas del meneo.
Emilio oyó el cachondo chirriar de goznes en celo. Lara vio que le abría un hombre de cejas mariafelixmente depiladas. Carrizales apenitas acertó a señalar el rotulo de Hay bacantes y su anhelo terrible y abarcador de trabajar en lo que sea, desde barrer los empedrados reíres del comensal… hasta trapearle el mar de sus pecados venidos en indulgencia.
Lara recibió, a lo María y a lo Félix, la ilustración de que Hay bacantes no guarda ninguna relación con plazas laborales a ocupar, además de que el caserón nada más era una representación de congalito, pues de lo que se trataba era de un espectáculo teatral de travestis bailarines y actores… que improvisaban danzas y diálogos entre socarrones aullidos del respetable.
Carrizales chilló reiterativo en imploraciones que le urgía laborar en lo-que-fue-ra. Hablando-ablando -homófono pensó- el sentimiento samaritano del cejialzado quien, compadecido, le aclaró que únicamente podía contratarlo… si también se depilaba, si asimismo y a sí mismo se empantaletaba una prenda similar a la del dibujito, si a los parroquianos destinaba besotes resoplados de hoguera-carmesí, si se ponía una peluca rizada que le serpenteara por el cóccix un Niágara de haute coiffure, un peinadazo a lo Cicciolina, Rarotonga y lo Bardot.
Emilio Lara Carrizales abandonó ya las terribles aduanas de la desocupación. Más empelucado que decimonónico juez… bailotea y sopla besuqueos a los clientes, quienes imbuidos de piedá entre sorbos de coñá adulterado, no ejercen reclamos por las rodillas de chipote y volován, ni por los pelotes exhibidos que no son del acicalado pelucón.
El lote
Anastasio Ruelas Cifrián hizo del fraude oficio, inspirado en lecturas acerca de los transísimas Alejandro Pitavski, un ruso estacionado en París enriquecido al vender bonos de niebla… hasta que la nebulosa le llegó con un disparo a la nuca que le exhibió en fritanga todas las ideas y cuya historia filmara Alain Resnais. O El caballero del hongo gris, novela de Ramón Gómez de la Serna con otro protagonista tracalero que ofertaba seguros de vida que en vida serán cobrados… sólo que en la siguiente rencarnación. O -continuando con la novelística- El socio, de Jenaro Prieto, donde las bursátiles especulaciones hinchan todo menos la conciencia, texto que Roberto Gavaldón llevara al cine con el actor y tanguista Hugo del Carril (quien en otras épocas y escenarios filmara con Eva Perón) y Gloria Marín, destazando faunos a destajo con la bellísima trituración de ojazos y pestañeos. Buena cinta pero con un happy end de melcocha, tal vez impuesto por productores, contrario al corolario de la obra literaria.
Anastasio no llegaba a tanto, se conformaba con pillerías pequeñitas y continuas que le permitían hacerse de los sagrados alimentos sin tener que salarlos de bíblico sudor: rifas repetidas de panorámico televisor mostrado a colores en paginita de revista mañosamente recortada; tandas en que todos los números se rezagaban más que un cangrejo ensimismado en el reverso; membresías baratísimas en exclusivo centro de convivencia de harta alcurnia…
Ruelas cambiaba constantemente de morada para evitar que lo amorataran, comía bien y tupidito sin transpiraciones que descomponen la sazón de lo embodegado. Vestido siempre de apantalladora elegancia, oloroso a chaneles piratas pero agradables al anclaje del olfato.
Cifrián notó que a unas cuantas cuadritas de su nuevo domicilio, se hallaba en venta un terrenal grande y amurallado, una tierra baldía más vasta que la de Eliot… que varios de sus nuevos condóminos se ilusionaban con adquirir, pero imaginaban un precio que haría liliputiense cualquier ahorro.
Anastasio fraguó una “transacción” aterrizada: se haría pasar por representante de la “inmobiliaria”, con la propuesta de los jerarcas en bienes-raíces de ofertar el terrenazo en forma colectiva, a bajo precio y abonitos ¡deducibles de impuestos! Lo único duro como albur involuntario… era el enganche, soltar de volada revoloteadora tres decenas de miles por cabeza, 30 mil barítonos por choya, a cambio de la literalidad de un continente cuya reventa redituaría millones por calabaza, o una superlativa rentota como para rascarse por generaciones la voluptuosidad del alma.
Anastasio inventó un membrete mayúsculo y colorido impreso de una computadora; Ruelas puso apelativos de gramatical pedigrí con sus pecaminosos copulativos que apantallaron a sus nuevos vecinitos: “Dr. Trouyet de Lascuaráin y Gómez del Campo”, “Hildebrando Limantour de Zavala y Calderón” y “Soria Novelo y Nieto de la Salinera”; Cifrián era recipiendario de una carta-poder con la cual los “propietarios” mancomunados le “otorgaban” amplia y decisoria potestad para la venta del lote.
Anastasio Ruelas Cifrián, más que convencer, encantó, a una veintena de residentes. Unos se sacaron todo su guardadito… sin doble sentido en la extracción. Otros se embarcaron en préstamos bancarios carcomidos a dentelladas por los tiburones de bombín. Todos entregaron 600 mil pesares al “apoderado” que les dio el título de propiedad sin comillas y con registro bien legalote.
Anastasio fue demandado y conducido a la lobreguez del emepé, salió de inmediato libre sin intermediaciones de fianza ni arquimédicas palancas… al enseñar ante autoridad y acusadores, la letra chiquita del contrato que por pereza visual no atendieron los adquirientes.
Ruelas con los engrandecimientos de una lupa, mostró que no se vendía el lote sino elote, en una cantidad que no requirió de revólveres que forzaran a las rúbricas a negociar con la gramínea, costo que no tardaría en ser gloria nacional, pues se le registraría en el Récord Guinness como la mazorca, sin redoble ni máscara… más cara en los anales de la historia mercantil.
Cifrián entregó ese elote al emepé; ni posibilidad de amparo les restaba a los eloteados… el sombrío representante de la dura lex y otros latinajos con cebolla… extendió el producto comprado en más de medio millón de pesos a los vecinos quienes, contra ajenos y amargos orígenes, rumiaban blasfemias en esperanto, y con la mímica de codos alzados a lo Marcel Marceau re-partían señalamientos de orfandad.
Anastasio fue interceptado por excondóminos varios metros a la salida. Ruelas fue desnudado por encueradoras manos en parvada. Cifrián tuvo de vuelta en obsequio la mazorca comercializada.
Anastasio Ruelas Cifrián fue tomado como personalizado depósito de valores, le dieron elote a guardar, en un sitio que el pudor impide explicitar, pero que lo convirtió en cliente permanente del proctólogo.
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