EDITORIAL
Hambre: La zanahoria y el palo
ANTES DE LAS ELECCIONES generales de julio de 2012, el entonces secretario de Hacienda Ernesto Cordero dio la sensacional “noticia” de que, con seis mil pesos mensuales de ingreso, una familia mexicana no sólo satisfacía sus requerimientos básicos de manutención, sino que tenía solvencia para pagar casa y automóvil propios, y enviar a sus hijos a escuelas privadas.
DE MANERA COINCIDENTE, propagandistas de la burocracia federal lanzaron al mercado editorial un “estudio”, celebrando que México era ya un país de clase media, y acompañaron su afirmación con alegres cifras de ingreso denominadas en dólares.
Ambos lances publicitarios se dieron dentro de la línea gubernamental que -pese a la devastadora crisis económica internacional-, sostenía el supuesto de un creciente producto per capita, de acuerdo con reportes anuales de la SHCP y del Banco de México.
Los hallazgos anteriores parecían, en efecto, una reversión de los resultados de estudios correspondientes a las dos décadas anteriores. Hacia 1980, cuando se implantaba en México el modelo neoliberal, investigadores de la corriente académica Nueva Sociología, por ejemplo, acuñaron el concepto desclasamiento de la clase media, para ilustrar el freno o la regresión de ese segmento en su estatus socioeconómico. Otros hablaron sumariamente de proletarización.
En los años recientes en la Ciudad de México -con el promedio de ingreso per capita más alto del país- se ha visto aquel fenómeno ilustrado por familias residentes en la Delegación Benito Juárez, y concretamente en las colonias del Valle o Nápoles, antes con un envidiable poder adquisitivo, tratando de completar su presupuesto con la tarjeta de pensión alimentaria otorgada por el gobierno del Distrito Federal a adultos mayores, e incluso asistiendo ya a los comedores comunitarios.
Familias propietarias en los fraccionamientos residenciales, como los de los pedregales de San Ángel, han enajenado bienes inmobiliarios para reubicarse en otras zonas en modestos departamentos propios o alquilados.
Con independencia de declaraciones partidistas -que por lo mismo están marcadas por el interés electoral-, las estadísticas más acusadoras, sin embargo, proceden de propias instancias gubernamentales que colocan por encima de los 52 millones el número de mexicanos fluctuantes entre la pobreza y la pobreza extrema, eufemismo éste para no tipificar la miseria.
Recientemente, el presidente Enrique Peña Nieto reconoció que, sólo en 2011, más de 11 mil compatriotas murieron de desnutrición. Otros estudios del Sector Salud dan cuenta de que miles de niños nacen con taras irreversibles provocadas por insuficiencia nutricional. El tercer dato, el más dramático, es que el mexicano se ha situado primero en el mundo en incidencia de obesidad y los males que ésta acarrea; el más estrechamente vinculado, el de la diabetes. Es el resultado, entre otros, de la ingesta de productos chatarra.
Se pretende ahora que ese colosal desafío -que otros Estados responsables codifican ya como de Seguridad Nacional- puede enfrentarse con una Cruzada nacional contra el hambre. Cualquiera puede apostar que, si bien les va a los destinatarios de esa cruzada, el efecto será apenas mitigante. “Agua de borrajas”, dirían los abuelos.
Si esa vergonzosa y alarmante situación es consecuencia de la implantación neoliberal de la economía especulativa, que ha profundizado las estructuras de la desigualdad, ¿es de veras el Estado impotente para reorientar ese modelo, para siquiera darle rostro humano? Con cruzadas y tropa en las calles, la más plástica estampa que nos queda, es la de la zanahoria y el palo. Mal asunto.
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