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Edición 314


La necesaria “tregua de Dios

 

Por el estado de crispación que prevalece a lo largo y ancho del territorio nacional, todo indica que nadie es capaz de leer en los ominosos signos de los tiempos para convocar, auténtica y juiciosamente,  a lo que en la liturgia suele conocerse como la tregua de Dios. 



Basta de anarquía


Lo que hasta hace unos lustros parecía ser en México la excepción, hoy se ha implantado como regla general, y no hay espacio del hacer público o privado en que no se perciba, en vario grado y medida, el asomo de la enervada pugna entre intereses, grupos y personas. 

Lo más grave  de ese esquizofrénico e innoble espectáculo es que, lo que en política se codifica como lucha de los contrarios, las contradicciones y el desacuerdo aparecen huérfanos de ideas, de pensamiento,  y todo parece concentrarse en el sentido material de las cosas, empezando por las crematísticas. 

En el orden ideológico estructural, el origen-causa de la disputa se asociaba con la lucha de clases, pero -aunque los móviles de esta tipificación del conflicto galopan sin solución de continuidad-, en estos aciagos días del tiempo mexicano el espectro nos remite a una lucha campal de todos contra todos. 

En ese ingobernable fenómeno, trota asustada la paradoja: La constante del discurso público se gratifica con la incesante invocación de la democracia. Pero en el discurso como acción la primera víctima es, precisamente, la democracia. 

La vieja escuela de la Sociología política en México podía repetir con los clásicos que la democracia no constituye solamente, ni siquiera principalmente, un medio por el cual diferentes grupos pueden conseguir sus fines o aspirar a una sociedad justa. Con Seymor Martin Lipset, se afirmaba entusiastamente que la democracia es, precisamente, la sociedad justa en acción.

“Tan solo el toma y daca de las luchas internas de una sociedad libre ofrece algunas garantías de que los productos de ella no se acumularán entre las manos de los pocos que detentan el poder, y de que los hombres puedan evolucionar y educar a sus hijos sin temor a persecuciones”, observaba Lipsen, para recomendar: 

“La democracia requiere de instituciones que respalden el conflicto y el desacuerdo, así como otras que mantengan la legitimidad y el consenso”. 

Con ello, el autor de El hombre político denunciaba la política de la negación y el “despotismo de las mayorías”, para privilegiar en cambio la negociación, de la que sólo se marginarían los que quisieran permanecer voluntariamente marginados en ejercicio de su libre albedrío. 

Son, eficaces enseñanzas y métodos de la vieja cultura política, que han sido ora olvidados ora avasallados por la vocación y la compulsión de la nueva clase, cautiva del fanatismo tecnocrático neoliberal que, presa en el vértigo de la velocidad, pretende que, con dispensa de trámite, todo quede finiquitado aquí y ahora, sin tomar en cuenta al sujeto de las decisiones de Estado más trascendentales para el ser humano y sus derechos. 

Ese disolvente proceso de negación ha logrado desaparecer del espectro político la izquierda, la derecha y aun el centro de la geometría partidaria -ahora revuelta en un amasijo deforme-,  para glorificar sólo lo alto, donde señorea el poder absoluto y absolutamente reacio a la reconciliación nacional. Por eso, yace como una asignatura nonata el México en paz prometido por el actual gobierno. 

Hace poco más de una década, Vicente Fox -lo citamos porque se veía en curva casi culminante la transición democrática-, en conmemoración de un aniversario más de la promulgación de la Constitución mexicana llamó a las fuerzas político-partidistas a un pacto de reconstrucción nacional con base en un nuevo modelo constitucional que catalizara los intereses de todos los mexicanos. 

La iniciativa se malogró en embrión cuando cada una de las fuerzas convocadas -por mero protagonismo mediático-, se devanó los sesos para tratar de imponer su propia idea de cómo diseñar el rumbo constitucional hacia el futuro. Igual que ahora. Los detractores del foxismo, a final de cuentas, se solazaron con su poco original hallazgo: El cambio también es reversa. 

Hoy, ante la política de la negación, vale recordar a la clase dominante una sentencia en la base de un viejo reloj europeo: Todas las horas hieren, la última es la que mata. 



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