La necesaria “tregua de Dios”
Por
el estado de crispación que prevalece a lo largo y ancho del territorio
nacional, todo indica que nadie es capaz de leer en los ominosos signos de los
tiempos para convocar, auténtica y juiciosamente, a lo que en la liturgia suele conocerse como
la tregua de Dios.
Basta de anarquía
Lo
que hasta hace unos lustros parecía ser en México la excepción, hoy se ha
implantado como regla general, y no hay espacio del hacer público o privado en
que no se perciba, en vario grado y medida, el asomo de la enervada pugna entre
intereses, grupos y personas.
Lo
más grave de ese esquizofrénico e
innoble espectáculo es que, lo que en política se codifica como lucha de los
contrarios, las contradicciones y el desacuerdo aparecen huérfanos de ideas, de
pensamiento, y todo parece concentrarse
en el sentido material de las cosas, empezando por las crematísticas.
En el
orden ideológico estructural, el origen-causa de la disputa se asociaba con la
lucha de clases, pero -aunque los móviles de esta tipificación del conflicto
galopan sin solución de continuidad-, en estos aciagos días del tiempo mexicano
el espectro nos remite a una lucha campal de todos contra todos.
En
ese ingobernable fenómeno, trota asustada la paradoja: La constante del discurso
público se gratifica con la incesante invocación de la democracia. Pero en el
discurso como acción la primera víctima es, precisamente, la democracia.
La
vieja escuela de la
Sociología política en México podía repetir con los clásicos
que la democracia no constituye solamente, ni siquiera principalmente, un medio
por el cual diferentes grupos pueden conseguir sus fines o aspirar a una
sociedad justa. Con Seymor Martin Lipset, se afirmaba entusiastamente que la
democracia es, precisamente, la sociedad
justa en acción.
“Tan
solo el toma y daca de las luchas
internas de una sociedad libre ofrece algunas garantías de que los productos de
ella no se acumularán entre las manos de los pocos que detentan el poder, y de
que los hombres puedan evolucionar y educar a sus hijos sin temor a
persecuciones”, observaba Lipsen, para recomendar:
“La
democracia requiere de instituciones que respalden el conflicto y el desacuerdo,
así como otras que mantengan la legitimidad y el consenso”.
Con
ello, el autor de El hombre político denunciaba la política de la negación y el “despotismo de las
mayorías”, para privilegiar en cambio la negociación, de la que sólo se marginarían los que
quisieran permanecer voluntariamente marginados en ejercicio de su libre
albedrío.
Son, eficaces
enseñanzas y métodos de la vieja cultura política, que han sido ora olvidados
ora avasallados por la vocación y la compulsión de la nueva clase, cautiva del fanatismo tecnocrático neoliberal que,
presa en el vértigo de la velocidad, pretende que, con dispensa de trámite,
todo quede finiquitado aquí y ahora,
sin tomar en cuenta al sujeto de las decisiones de Estado más trascendentales
para el ser humano y sus derechos.
Ese
disolvente proceso de negación ha
logrado desaparecer del espectro político la izquierda, la derecha y aun el
centro de la geometría partidaria -ahora revuelta en un amasijo deforme-, para glorificar sólo lo alto, donde señorea el poder absoluto y absolutamente reacio a la
reconciliación nacional. Por eso, yace como una asignatura nonata el México
en paz prometido por el actual gobierno.
Hace
poco más de una década, Vicente Fox -lo citamos porque se veía en curva casi
culminante la transición democrática-, en conmemoración de un aniversario más
de la promulgación de la
Constitución mexicana llamó a las fuerzas
político-partidistas a un pacto de reconstrucción nacional con base en un nuevo
modelo constitucional que catalizara los intereses de todos los mexicanos.
La
iniciativa se malogró en embrión cuando cada una de las fuerzas convocadas -por
mero protagonismo mediático-, se devanó los sesos para tratar de imponer su
propia idea de cómo diseñar el rumbo constitucional hacia el futuro. Igual que
ahora. Los detractores del foxismo, a final de cuentas, se solazaron con su
poco original hallazgo: El cambio también
es reversa.
Hoy,
ante la política de la negación, vale recordar a la clase dominante una
sentencia en la base de un viejo reloj europeo: Todas las horas hieren, la última
es la que mata.
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