La Primera Guerra Mundial se llevó por delante la vida de millones de soldados en todo el mundo. Los que tuvieron más suerte, regresaron a sus hogares para intentar recomponer sus vidas, no sin grandes dificultades.
Como la de reanudar la vida conyugal con sus esposas, a las que no veían desde hacía años y a las que muchos de ellos ya ni siquiera podían satisfacer, bien por incapacidad física o porque habían quedado en estado de shock tras tanta atrocidad. Fue Helena Wright doctor británica, pionera en educación y terapia sexual, quien reparó en la necesidad y el abandono de estas mujeres, que veían frustrados sus deseos de ser madres y formar una familia.
La solución fue tan fácil como controvertida para la época, porque acabó dando lugar a algo así como un “servicio secreto de donación de esperma”. Fue al final de la guerra, cuando Wright comenzó a buscar al candidato ideal para cumplir tan solidaria misión. Alguien que, sin ataduras emocionales ni trabas morales, pudiera suplantar a aquellos hombres cuyas capacidades habían quedado mermadas. Finalmente, el encargado fue un joven de 20 años llamado Derek. La mecánica era la siguiente: las mujeres necesitadas se ponían en contacto con Helena Wright, que les concertaba una cita con el padre de alquiler a cambio de su promesa de silencio y 10 libras que irían al fondo dedicado a financiar tan peculiar servicio secreto. Cada cita se fijaba de acuerdo con las fechas óptimas para concebir de cada mujer y rara vez se repetía, para mantener así el espíritu del servicio y fortalecer el matrimonio al traer al mundo un hijo. Como un auténtico profesional, Derek se vestía con traje oscuro, camisa blanca, pajarita de lunares y sombrero. “Los buenos modales, su sonrisa y entusiasmo hacían el resto”, se cuenta. Así, el joven visitó a unas 500 mujeres y cada vez que un hijo suyo llegaba al mundo, recibía un telegrama de Wright informándole.
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