“Si no pueden
¡Renuncien!”
En México -para situarnos en nuestro peculiar y bicentenario entorno histórico-, desde que los publicistas alquilados o propios del gobierno se prestaron a la ofensiva para implantar en nuestro país el fundamentalismo neoliberal, con todas sus odiosas consecuencias, se dio por enervar la dicotomía Estado-sociedad como dos entidades no sólo separadas, sino antagónicas.
En esa perversa coartada, y a la sombra de la divisa de “menos Estado y más sociedad”, se montó la estrategia para desaparecer o privatizar instituciones estatales que, en la vertiente social, compensaban desequilibrios clasistas para satisfacer necesidades básicas de la comunidad, y, en la vertiente económica, pretendieron impulsar la participación mixta de los sectores social, privado y gubernamental en la empresa productiva, según se tratara de actividades estratégicas, prioritarias u ordinarias.
A ese fin regresivo y disolvente se dirigió la distorsión de la teoría moderna que define como componentes del Estado el territorio, gobierno, régimen jurídico y nación, entendida esta última como comunidad política (para diferenciarla del Estado teológico o de la sociedad religiosa), bifurcada, a su vez, en sociedad política y sociedad civil en acción y retroalimentación, según la hipótesis democrática. Esa maquinada desnaturalización del concepto Estado desembocó en una caótica poliarquía en la que, incluso los integrantes de los poderes de la Unión, atrincherándose en una mal entendida autonomía o independencia, han quebrantado los imperativos fundamentales de complementaridad, coordinación y colaboración republicanas.
De lo que sigue que, aquello de que la soberanía nacional “reside esencial y originariamente en el pueblo”, devino mito constitucional avasallado por la plutocracia. Si se trata de conceptualizar la tesis en boga del Estado fallido, en las consideraciones anteriores puede hallarse al menos un punto de arranque para pasar del tópico a la idea fuerza reparadora del entuerto.
En esa tesitura se inscribe la convocatoria de Felipe Calderón -bajo el argumento de que resolver el problema del crimen organizado no es responsabilidad “sólo de mi gobierno y mucho menos del partido político al que pertenezco”-, para tratar de reconstruir la perdida armonía nacional. Sin embargo, que el mandatario aseste una suerte de ultimátum a los otros partidos y sectores políticos y sociales, advirtiendo que si no responden a su llamado, líderes como los del clero “serán capaces de hablar uno a uno con los actores políticos relevantes para que se sumen a esta tarea”, no es una extravagancia dictada por la intemperancia y la impotencia: Es una absurda y ciega aberración que golpea el mandato constitucional, que prescribe que el ejercicio del Poder Ejecutivo de la Unión se deposita en un solo individuo que se denominará “Presidente de los Estados Unidos Mexicanos” quien, al pie de la letra del artículo 87, protesta “guardar y hacer guardar la Constitución (…) y las leyes que de ella emanen, y desempeñar leal y patrióticamente el cargo de Presidente de la República que el pueblo me ha conferido, mirando en todo por el bien y la prosperidad de la Unión”. Una facción subordinada a Estado extranjero no es la más confiable aliada para cumplir esa protesta.
Para decirlo pronto conforme a la Carta fundamental: es, el del Ejecutivo, un poder indivisible, aunque el panista Vicente Fox haya inaugurado la era del poder en condominio, ejercido por “la pareja presidencial”. Las abdicantes palabras de Calderón fueron pronunciadas en el foro del llamado “Diálogo por la seguridad”, continuación de aquella primera asamblea nacional sobre el tema, de hace dos años, pletórica de compromisos incumplidos, que, por lo mismo, hizo recordar la resonante exclamación de Alejandro Martí en aquella ocasión: “ Si no pueden. ¡Renuncien!”.
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