El buen juez... por su casa empieza
No es de escaso valor simbólico, que el presidente Felipe Calderón haya saludado a su homólogo hondureño, Manuel Zelaya, a la sombra del monumento erigido frente a la residencia de Los Pinos a la memoria de don Francisco I. Madero, reconocido por los mexicanos como El apóstol de la democracia o El profeta desarmado, blasón doblemente merecido habida cuenta su vil asesinato en 1913 por manos de la sanguinaria usurpación huertista.
El acontecimiento se agiganta como testimonio -esperemos que propio y duradero- de la voluntad del gobierno mexicano de relanzar una diplomacia activa y solidaria que, en uno de sus momentos más enaltecidos, le mereció a México el Premio Nobel de la Paz, galardón ensombrecido por la actitud lacayuna del ex presidente Carlos Salinas de Gortari y sus sucesivos herederos.
La poderosa fuerza de los hechos ha obligado al jefe del Ejecutivo a retomar el imperativo de la dignidad soberana, precisamente cuando, estando en nuestro país el mandatario vejado, el golpista jefe del comando conjunto de las Fuerzas Armadas de Honduras, general Miguel Ángel García Padgett, tratando de granjearse el apoyo imperial, proclamó a la rosa de los vientos que la acción de los sublevados salvó no sólo a la República hondureña, sino a los mismos Estados Unidos, colocados en la mira del supuesto Plan Caracas para implantar en América el socialismo; el comunismo, dicho con la retórica más aceda de la Guerra Fría.
Zelaya recorre la ruta de muchos otros patriotas iberoamericanos que en México encontraron asilo para escapar de la persecución vesánica de regímenes totalitarios que cebaron sus innobles instintos en pueblos que desde hace dos siglos mantienen viva su esperanza de liberación del yugo colonialista, que cambia de rostro pero no de entraña.
Es cierto que, aun frente a la sospechosa ambigüedad de Washington, la comunidad internacional se ha pronunciado colectivamente en condena a los golpista hondureños, contra los que se han perfilado estrategias de aislamiento a fin de que se restituya el orden constitucional en aquel país, pero esa abrumadora y generosa coincidencia no resta mérito a la posición de México.
En estricto rigor, el presidente Calderón no hace más que observar el mandato constitucional que da soporte jurídico y doctrinario a la política exterior del régimen mexicano, pero en una densa atmósfera sobre la que revolotean los insaciables halcones estadunidenses, no es acto de congruencia de poca monta.
Dícese -y no sin razón-, que los estados independientes y progresistas hacen de su diplomacia espejo fiel de su política interior, de suerte que su presencia en el concierto de las naciones esté revestida de una autoridad política y ética indisputable. En este sentido, es de subrayarse una expresión del presidente Calderón, quien postuló que, en situaciones como la de Honduras, es menester que prevalezca la fuerza del derecho y no el derecho de la fuerza.
Ese es el quid del reposicionamiento mexicano en el ámbito internacional. Lo es, porque Calderón no puede exponerse al riesgo de que los compatriotas lo señalen como candil de la calle y oscuridad en su casa. Si el relanzamiento de una diplomacia primada por el derecho de gentes es sincero, lo menos que puede esperarse del Presidente es que acometa una radical rectificación de su política interior, en la que pululan aquellos que privilegian el monopolio “legitimo” de la violencia del Estado para tratar de restablecer la paz pública por la vía de las tanquetas y los arbitrarios allanamientos en los hogares, los palacios de gobierno y aun en los templos.
Si Felipe Calderón -en el conflicto de Honduras- propone a las partes beligerantes encontrar la fórmula que permita superar la crisis, es imperativo categórico que, en un audaz y honesto esfuerzo de introspección, ponga a caballo en el ámbito doméstico el mismo principio, que no es otro que el juarista: Entre los hombres, como entre las naciones, el derecho ajeno es la paz.
Conocidos y reconocidos los resultados de las elecciones del pasado 5 de julio -que no favorecieron a su partido-, el mandatario convocó a las fuerzas políticas y sociales todas, y a los otros poderes de la Unión, a establecer un diálogo constructivo y productivo que atienda los desafíos económicos y los que en este tema cardinal convergen. Sin embargo, todo parece indicar que el Presidente duerme con el enemigo. No son pocos sus colaboradores que, en sentido contrario, se empecinan en dinamitar la iniciativa dialoguista, sea por incapacidad política o, de plano, mala fe.
Se cree, con cierta poltrona o interesada ingenuidad, que la solución mágica radica en decidir nuevos cambios en el gabinete presidencial, como si los anteriores hubieran sido exitosos. Pero al mandatario, al menos en su círculo amistoso y partidista, no le queda mucha tela de dónde cortar. Dicho como una concesión al realismo, la Constitución mexicana establece que el poder del Presidente es indivisible. Si éste se ejerce a discreción, como suele ocurrir, poco rendimiento político puede esperarse de sólo un cambio del directorio gubernamental. Lo que se demanda, aquí y ahora, es una revisión de raíz de todo el entramado de las políticas públicas y la selección de sus beneficiarios. Esto es, el realineamiento del modelo económico, que hasta ahora ha estado únicamente al servicio de la plutocracia, principal rémora al desarrollo social.
En estos días, establecida una nueva correlación de fuerzas en el Congreso de la Unión, el Ejecutivo presentará sus criterios de política económica e iniciativas sobre ingresos y gasto público para 2010. El 1 de septiembre, el Presidente entregará al Legislativo su informe sobre el estado que guarda la nación. Son oportunidades para demostrar que obras son amores, y no buenas razones. De ofrecerse más de lo mismo, el discurso internacionalista se desvanecerá en un envenenado mar de saliva.
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