Por la propia naturaleza de su oficio, el periodista es un practicante vulnerable, sobre todo aquél que acomete el trabajo de campo. Aquí es donde se genera el material de opinión en que el lector encuentra soporte a su criterio para la toma de decisiones.
Es cierto que el periodismo no es la única misión peligrosa, pero, a diferencia de otras actividades de alto riesgo, el periodista no tiene más escudo que la palabra.
Alguien, con cierto tino, acuñó la proposición: Perro no come carne de perro. Atrevido el símil, sin embargo, era un pacto entre pares para no sumar en el gremio enemigos reales o potenciales que de por sí tienen reporteros, columnistas y editorialistas.
El sistema de premios y castigos que el Estado —dicho con más propiedad, el gobierno— instituyó en México para regir sus relaciones con los medios de comunicación, ha operado a tenor con la vieja táctica de divide y vencerás.
En cierta época no lejana, desde la Secretaría de Gobernación, considerada operativamente como la coordinadora o jefatura del gabinete presidencial, con alguna malicia se convocaba a comentaristas para sugerirles línea sobre temas de interés oficial, con la siguiente recomendación: Hazlo como cosa tuya.
Se trataba de construir opinión pública favorable en torno a acciones de gobierno y, mal que bien, el resultado se basaba en valores entendidos.
Durmiendo con el enemigo
Al reorientar el poder los modos y los fines de sus políticas públicas, resultó más difícil uniformar el criterio editorial en un espectro que incorporaba a nuevos jugadores y la competencia se fue sustentando en los hallazgos de tecnología de punta y de un alto costo.
Las formas de disuasión perdieron también eficacia. En Los Pinos se tomó una decisión audaz: Habilitar a personal de la propia área de Comunicación para integrarlos a las plantillas de opinión en los medios que lo aceptaron, a fin de poner en tela de juicio a colaboradores institucionales que, por su disidencia, se volvieron incómodos. Un seudónimo que hizo fama fue el de Pedro Baroja.
Se recuerda ese inmoral expediente, porque precisamente en el sexenio en que se instituyó esa táctica, fue ejecutado hace 33 años el columnista Manuel Buendía, el 30 de mayo de 1984.
En el siguiente sexenio las cosas se hicieron con menos discreción, pero con la misma insidia: Desde cubículos centrales de la propia Procuraduría General de la República (PGR) se filtró a algunos medios, particularmente de los estados y en fecha dominical -de escasa producción de boletines oficiales- una perversa lista de narcoperiodistas; todos, activos en la Ciudad de México.
En ese mismo sexenio estuvo activo el políticamente poderoso que después pretendería descalificar y desprestigiar a los intelectuales orgánicos, colgándoles la etiqueta de mutantes.
Así se llegó a la autocensura
Al instalarse la alternancia partidista en Los Pinos, desde la misma residencia presidencial se diseñó El círculo rojo, donde se pretendió acorralar y silenciar las voces libres: No hubo el menor miramiento contra empresas editoriales que se resistieron a entrar en horma.
Hace poco más de seis años, la faena se ejecutó por lo alto: Se circuló a firmas una carta por la cual más de 600 empresas de medios y periodistas y comunicadores de todo el país “aceptaron” la autocensura.
De lo ocurrido desde el asesinato de Buendía en mayo de 1984 hasta el de Javier Valdez Cárdenas el mes pasado, aunque resulte un ejercicio doloroso e indignante a la vez, en nuestras ediciones hemos venido documentado cada nueva y cada vez más espantosa felonía contra la Libertad de Expresión y el Derecho a la Información.
Del análisis de politólogos y expertos en teoría de la Comunicación rescatamos una tesis: Cuando un Estado entra en crisis, la primera reacción de sus conductores es adoptar una estrategia de construcción de condiciones de opinión pública, a fin de crear el clima político en el que se den por inminentes y hasta explicables los desenlaces de ciertas operaciones criminales.
Lo que García Márquez novelaría como La crónica de una muerte anunciada.
Continúa el baño de sangre
Ese dictatorial y ruin método aplica en general para lo que la sociedad tipifica como crímenes de Estado. La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), sin embargo, ha tenido, tiene, en su agenda reportes-denuncia en que se señala específicamente que, en los atentados contra periodistas en México, un alto porcentaje sería imputable a agentes de Estado.
Dos años después de haber llegado ese tipo de recursos a la CIDH, el baño de sangre continúa en México.
No podemos, no debemos concluir esta entrega sin subrayar un factor que incide en la impunidad y la continuación de esos crímenes:
En meses recientes, cada vez con más frecuencia han llegado a instancias jurisdiccionales mexicanas demandas de políticos e individuos de los poderes fácticos contra periodistas a los que acusan de mancillar su figura pública, su honra, su honor, etcétera. No pocas sentencias resultan condenatorias contra esos justiciables.
Ocurre algo más grave, no obstante: Sin fabricar nuevos Pedro Baroja, está resultando moneda corriente que algunos firmantes “de opinión” conviertan sus espacios en tribunas de delación contra empresas de medios y periodistas en particular, por la sencilla sinrazón de que no son gratos al régimen.
Preciso es ilustrar ese fenómeno con dos casos: El del semanario Proceso y, con más recurrencia, el de La Jornada. De este medio son los dos periodistas ejecutados recientemente en Ciudad Juárez, Chihuahua, y Culiacán, Sinaloa.
Las operaciones de exterminio directo se han ensañado, como en esos dos casos, contra periodistas que ejercen su oficio en los estados.
Los inconstitucionales regímenes de excepción
En sentido contrario tenemos, por ejemplo, que a finales de abril el pleno de Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) sentenció en favor de que los partidos políticos repartan discrecionalmente los espacios y tiempos disponibles en radio y televisión para difundir lo que a su interés convenga; el electoral, en primer orden.
Antes de concluir el pasado periodo ordinario de sesiones del Congreso de la Unión, la Cámara de Diputados votó en afirmativo una iniciativa que, desde su presentación, se conoció como una segunda edición de la Ley Televisa que, para apuntar sólo uno de sus elementos negativos, dejan indefensas a las audiencias de los medios electrónicos.
Lo que resulta de todo lo anteriormente expuesto es que, sobre toda la montaña de promesas coyunturales, el Estado y concretamente el gobierno, permanece insensible a la exigencia de que la Libertad de Expresión y el Derecho a la Información sean prerrogativas universales y no sólo privilegios de la oligarquía política y la plutocracia del dinero.
Eso es moral y éticamente inadmisible en un régimen que blasona de democrático.
Por la propia naturaleza de su oficio, el periodista es un practicante vulnerable, sobre todo aquél que acomete el trabajo de campo. Aquí es donde se genera el material de opinión en que el lector encuentra soporte a su criterio para la toma de decisiones.
Es cierto que el periodismo no es la única misión peligrosa, pero, a diferencia de otras actividades de alto riesgo, el periodista no tiene más escudo que la palabra.
Alguien, con cierto tino, acuñó la proposición: Perro no come carne de perro. Atrevido el símil, sin embargo, era un pacto entre pares para no sumar en el gremio enemigos reales o potenciales que de por sí tienen reporteros, columnistas y editorialistas.
El sistema de premios y castigos que el Estado —dicho con más propiedad, el gobierno— instituyó en México para regir sus relaciones con los medios de comunicación, ha operado a tenor con la vieja táctica de divide y vencerás.
En cierta época no lejana, desde la Secretaría de Gobernación, considerada operativamente como la coordinadora o jefatura del gabinete presidencial, con alguna malicia se convocaba a comentaristas para sugerirles línea sobre temas de interés oficial, con la siguiente recomendación: Hazlo como cosa tuya.
Se trataba de construir opinión pública favorable en torno a acciones de gobierno y, mal que bien, el resultado se basaba en valores entendidos.
Durmiendo con el enemigo
Al reorientar el poder los modos y los fines de sus políticas públicas, resultó más difícil uniformar el criterio editorial en un espectro que incorporaba a nuevos jugadores y la competencia se fue sustentando en los hallazgos de tecnología de punta y de un alto costo.
Las formas de disuasión perdieron también eficacia. En Los Pinos se tomó una decisión audaz: Habilitar a personal de la propia área de Comunicación para integrarlos a las plantillas de opinión en los medios que lo aceptaron, a fin de poner en tela de juicio a colaboradores institucionales que, por su disidencia, se volvieron incómodos. Un seudónimo que hizo fama fue el de Pedro Baroja.
Se recuerda ese inmoral expediente, porque precisamente en el sexenio en que se instituyó esa táctica, fue ejecutado hace 33 años el columnista Manuel Buendía, el 30 de mayo de 1984.
En el siguiente sexenio las cosas se hicieron con menos discreción, pero con la misma insidia: Desde cubículos centrales de la propia Procuraduría General de la República (PGR) se filtró a algunos medios, particularmente de los estados y en fecha dominical -de escasa producción de boletines oficiales- una perversa lista de narcoperiodistas; todos, activos en la Ciudad de México.
En ese mismo sexenio estuvo activo el políticamente poderoso que después pretendería descalificar y desprestigiar a los intelectuales orgánicos, colgándoles la etiqueta de mutantes.
Así se llegó a la autocensura
Al instalarse la alternancia partidista en Los Pinos, desde la misma residencia presidencial se diseñó El círculo rojo, donde se pretendió acorralar y silenciar las voces libres: No hubo el menor miramiento contra empresas editoriales que se resistieron a entrar en horma.
Hace poco más de seis años, la faena se ejecutó por lo alto: Se circuló a firmas una carta por la cual más de 600 empresas de medios y periodistas y comunicadores de todo el país “aceptaron” la autocensura.
De lo ocurrido desde el asesinato de Buendía en mayo de 1984 hasta el de Javier Valdez Cárdenas el mes pasado, aunque resulte un ejercicio doloroso e indignante a la vez, en nuestras ediciones hemos venido documentado cada nueva y cada vez más espantosa felonía contra la Libertad de Expresión y el Derecho a la Información.
Del análisis de politólogos y expertos en teoría de la Comunicación rescatamos una tesis: Cuando un Estado entra en crisis, la primera reacción de sus conductores es adoptar una estrategia de construcción de condiciones de opinión pública, a fin de crear el clima político en el que se den por inminentes y hasta explicables los desenlaces de ciertas operaciones criminales.
Lo que García Márquez novelaría como La crónica de una muerte anunciada.
Continúa el baño de sangre
Ese dictatorial y ruin método aplica en general para lo que la sociedad tipifica como crímenes de Estado. La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), sin embargo, ha tenido, tiene, en su agenda reportes-denuncia en que se señala específicamente que, en los atentados contra periodistas en México, un alto porcentaje sería imputable a agentes de Estado.
Dos años después de haber llegado ese tipo de recursos a la CIDH, el baño de sangre continúa en México.
No podemos, no debemos concluir esta entrega sin subrayar un factor que incide en la impunidad y la continuación de esos crímenes:
En meses recientes, cada vez con más frecuencia han llegado a instancias jurisdiccionales mexicanas demandas de políticos e individuos de los poderes fácticos contra periodistas a los que acusan de mancillar su figura pública, su honra, su honor, etcétera. No pocas sentencias resultan condenatorias contra esos justiciables.
Ocurre algo más grave, no obstante: Sin fabricar nuevos Pedro Baroja, está resultando moneda corriente que algunos firmantes “de opinión” conviertan sus espacios en tribunas de delación contra empresas de medios y periodistas en particular, por la sencilla sinrazón de que no son gratos al régimen.
Preciso es ilustrar ese fenómeno con dos casos: El del semanario Proceso y, con más recurrencia, el de La Jornada. De este medio son los dos periodistas ejecutados recientemente en Ciudad Juárez, Chihuahua, y Culiacán, Sinaloa.
Las operaciones de exterminio directo se han ensañado, como en esos dos casos, contra periodistas que ejercen su oficio en los estados.
Los inconstitucionales regímenes de excepción
En sentido contrario tenemos, por ejemplo, que a finales de abril el pleno de Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) sentenció en favor de que los partidos políticos repartan discrecionalmente los espacios y tiempos disponibles en radio y televisión para difundir lo que a su interés convenga; el electoral, en primer orden.
Antes de concluir el pasado periodo ordinario de sesiones del Congreso de la Unión, la Cámara de Diputados votó en afirmativo una iniciativa que, desde su presentación, se conoció como una segunda edición de la Ley Televisa que, para apuntar sólo uno de sus elementos negativos, dejan indefensas a las audiencias de los medios electrónicos.
Lo que resulta de todo lo anteriormente expuesto es que, sobre toda la montaña de promesas coyunturales, el Estado y concretamente el gobierno, permanece insensible a la exigencia de que la Libertad de Expresión y el Derecho a la Información sean prerrogativas universales y no sólo privilegios de la oligarquía política y la plutocracia del dinero.
Eso es moral y éticamente inadmisible en un régimen que blasona de democrático.
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