El Príncipe
RAYMUNDO RIVA PALACIO
Juan Ramón de la Fuente es un político verdaderamente dotado. Excelente publirrelacionista, sabe escoger a los colaboradores que le pueden resolver el trabajo rudo. Es un psiquiatra que seduce por su inteligencia, por su agudeza, por lo asertivo, y hasta por el cuidado inmaculado de su persona, con una barba diariamente retocada, sin pelillo rebelde que le rompa la simetría.
Tiene todo para ser grande, pero hay algo que lo detiene: como cree que se merece todo, espera que una nación entera le suplique que, como Moisés, la conduzca a destino seguro.
En efecto, el único problema inmenso que tiene Juan Ramón de la Fuente, es él mismo. Un político que lo conoce bien, decía que cuando Dios repartió el ego entre los mortales, De la Fuente se quedó con la mitad de todo. La vanidad lo mata porque lo vuelve terco y le nubla la inteligencia.
Así le pasó en el gobierno de su amigo Ernesto Zedillo, cuando empezó a coquetear por primera vez con ser Presidente. Así le pasó en 2006, cuando en el conflicto postelectoral estaba seguro que él podría ser el Presidente interino que salvara a la nación de la balcanización. Así le pasa ahora, que ya puso su ojo en 2012, pero no como el hombre que tendrá que caminar por los pueblos mexicanos, sino como aquél al que le suplicarán los salve.
De la Fuente salió de la Rectoría de la UNAM cuando Felipe Calderón ya era Presidente. Durante la campaña, él había apostado por Andrés Manuel López Obrador. Menospreció a Calderón durante la campaña, mientras que a López Obrador lo procuraba y trató de que firmara la paz con quienes podrían ayudarlo más. En uno de los episodios secretos de la campaña presidencial de 2006, invitó a comer al entonces candidato de la izquierda y al poderoso vicepresidente de Televisa, Bernardo Gómez. Fue una comida tensa, y hasta manotazos se dieron sobre su mesa. No cambiaron las cosas. Aún así, De la Fuente se la jugó con él hasta el día de elección, cuando visitó todo el tiempo varios medios de comunicación para saber cómo avanzaban las elecciones.
La derrota de López Obrador la tomó como suya. De manera circunspecta, trató de descalificar el PREP, pidiendo a los matemáticos universitarios que demostraran que los resultados preliminares del IFE -que había apoyado la UNAM-, estaban mal, y que la demanda de López Obrador por un recuento de votos porque había habido fraude, tenía sustento. Pero los matemáticos le dijeron que no quería escuchar: todos sus modelos daban resultados idénticos al PREP.
La radicalización de López Obrador lo hizo comenzar a alejarse de él, al mismo tiempo que las lisonjas lo seducían. Pensó que podía ser Presidente de emergencia, como pensó también en 2000 que podía ser el candidato del PRI a la Presidencia. El que la clase política en activo jamás lo considerara en 2000 y que se riera a su espalda cuando veían como acariciaba estar en la silla presidencial en 2006, es algo que no entendió a tiempo. Tras el sofocón de 2006, siguió una estratégica pública de distancia de Calderón, aunque en el entorno del Presidente lo consideraban un hipócrita, por la manera como lo trataba en privado.
La dualidad política le restó credibilidad, pero no mermó su popularidad hacia afuera. Cuando dejó de ser rector, hizo que la UNAM le proveyera un staff de 17 personas y dos casas en el Pedregal de San Ángel para tener su centro de operaciones. Se convirtió en el presidente de la Asociación Internacional de Universidades con sede en París, la Organización de las Naciones Unidas lo invitó a la junta de gobierno de su Universidad Internacional que se encuentra en Tokio, y dirige un centro para asuntos latinoamericanos en la Universidad de Alcalá de Henares en los suburbios de Madrid. Para complementar sus nada despreciables ingresos, es miembro del Consejo de Administración de El Universal. Aunque mantiene una lejana relación con López Obrador, no ha roto con él. Inclusive, con algunos de sus cercanos, como Manuel Camacho, trabajó por meses la creación de un espacio para la transición democrática, que olía al Consejo para la Transición en Sudáfrica. Como era de esperarse, sólo gastaron dinero, la paciencia de algunos y no llegaron a ninguna parte.
Pero De la Fuente es más inteligente que eso. Se ha llenado de contenido de izquierda, sin ser un hombre de izquierda, y sus vastas relaciones en el mundo de los intelectuales le han ayudado a proyectar su imagen como la de un hombre de Estado. Con carisma y personalidad, el ex rector no ha tenido mucho problema, a decir verdad, para llenar espacios de liderazgo en un entorno donde la mediocridad de los líderes es una constante.
Los oportunistas ya lo descubrieron. Los Chuchos, por ejemplo, la tribu perredista que controla el aparato burocrático del partido pero están genéticamente impedidos para tener líderes de altos vuelos, lo ve como un eventual candidato a la Presidencia. Convergencia, un partido que aún sigue a López Obrador, está empezando a sobarle el ego. El ex rector, que de elogios se nutre y recicla, los ha dejado acercarse y les ha hecho guiños.
Esto, en su estructura mental, no significa nada, pero las alabanzas públicas son una condición de interlocución con él. Él manejas sus tiempos. Él administra su calendario político. Él sabe cuándo se dosifica y cuándo acelera. En el último año ha pronunciado varios discursos con ideas puntuales sobre la coyuntura. Vistos en su conjunto, está armando una línea de pensamiento que podría llegar a ser un programa de gobierno y un proyecto de nación.
De la Fuente tiene de su lado el prestigio, su verbo y su vehemencia. Le favorece la percepción de que es un jugador necesario para el país. Lo fortalece la búsqueda que los mexicanos han hecho por 50 años para encontrarse con un Kennedy tropical. A dos años y medio de una nueva elección presidencial, las piezas se le vienen acomodando positivamente. Pero no va a ser fácil.
Más allá de los partidos que quieran el poder y candidatos que aspiren a Los Pinos, el principal enemigo de De la Fuente es él mismo. Tendrá que aprender a ser terrenal, a sentirse mortal. Si quiere ser grande tiene que apostar, y entender que puede perder. Debe cambiar el peso de su vanidad por el de su inteligencia. Si lo logra, los partidos tendrán en él un prospecto de alto valor, aunque si a antecedentes nos vamos, olvídenlo, porque eso no va a pasar.
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