EDITORIAL
Entuertos electoreros
EN ENERO PASADO, el presidente Calderón celebró la aprobación por el Congreso de la Unión de la Ley de Asociaciones Público Privadas que autoriza en favor de particulares la gestión, en plazos hasta por más de quince años, de bienes y servicios patrocinados por el gobierno. A partir de entonces, la publicidad oficial presenta esa nueva figura jurídica como palanca del “sexenio de la infraestructura” y, en algunos promocionales se la asocia al modelo de Proyectos de Infraestructura con Impacto Diferido en el Registro del Gasto (Pidiregas), cuestionado severamente porque, a decir de sus detractores, disimula una forma de privatización de Petróleos Mexicanos y de la Comisión Federal de Electricidad, en cuyo río revuelto están pescando poderosos e intocables corporativos trasnacionales.
Contrario sensu, el mandatario tácitamente acaba de vetar -regresándola con observaciones al Senado- la Ley General de la Economía Social y Solidaria, reglamentaria de párrafo séptimo del artículo 25 de la Constitución, referido al establecimiento de mecanismos que faciliten la organización y expansión de la actividad económica del sector social: De los ejidos, organizaciones de trabajadores, cooperativas, empresas que pertenezcan que pertenezcan mayoritaria o exclusivamente a los trabajadores y, en general, de todas las formas de organización social para la producción, distribución y consumo y servicios socialmente necesarios.
El mandatario, arrogándose facultades que en última instancias corresponden a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, cuestiona en algunas de sus partes la constitucionalidad de dicha legislación e imputa al Congreso la invasión de facultades del Poder Ejecutivo, abriendo un nuevo y ríspido capítulo en el desencuentro entre ambos poderes de la Unión.
En el centro de gravedad de ese diferendo, está el mandato constitucional que, en dicho artículo, afirma la rectoría del Estado en materia de desarrollo nacional, para garantizar que éste sea integral y sustentable, fortalezca la soberanía de la nación y su régimen democrático y que, mediante el fomento del crecimiento económico y el empleo y una justa distribución del ingreso y la riqueza, permita el ejercicio de la libertad y la dignidad de los individuos, grupos y clases sociales. Desde un punto de vista valorativo, esa reforma constitucional, que se implantó durante el sexenio de Miguel de la Madrid, blindaría la economía mixta frente a la potencial amenaza de la depredación neoliberal.
Con independencia del vicioso y viciado hecho de que, cada fin de sexenio, los legisladores federales procuran expandir el universo burocrático para buscar en él su reacomodo laboral -para el caso la creación de instituto, registro, congreso, consejo, etcétera-, el solo enunciado de la legislación -economía social y solidaria- promete equilibrar las oportunidades que, desde el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, han favorecido la supremacía del sector privado sobre el público y el social, profundizando irresponsable y peligrosamente las estructuras de la desigualdad. Esa posibilidad es abortada por la reacción presidencial.
Lo deleznable de la argumentación del jefe del Ejecutivo radica en que alega duplicidad de funciones con entes burocráticos ya institucionalizados, para lo cual se remite a las leyes de Desarrollo Social, de Desarrollo Rural Sustentable y de Asociaciones Cooperativas, entre otras, que en la realidad económica de nuestro días el gobierno del Partido Acción Nacional ha convertido en letra muerta. Qué pena que la temporada sucesoria convierta ese tipo de iniciativas en entuertos electoreros.
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