Todo por servir se acaba, hasta el poder mágico de la palabra. Sobre todo si ésta, adulterada y depravada hasta en su sintaxis, sirve de base a un discurso público que, repetido hasta la fatiga y vaciado de contenido sustancial por el incumplimiento contumaz, es desoído o descreído por una audiencia colectiva cada vez más suspicaz y desconfiada.
Demolido piedra por piedra el Estado de bienestar que en México se quedó en promisoria expectativa, pero dejó algún remoto aliento de esperanza, la sociedad mexicana ambula sin horizonte cierto aun para el día siguiente de su atribulada existencia.
Desde que, al reverbero del espejismo petrolero, hace cuatro aciagas década se recomendó a los mexicanos prepararse para “administrar la abundancia”, hasta el retorno del renacido PRI a Los Pinos, no se escuchó con tanta fuerza retórica la promesa de prosperidad y su reflejo en el bolsillo de las familias. Se romperían, por fin, las humillantes estructuras de la desigualdad.
Nunca la renta petrolera, ancha vía para resarcir el derecho social a una vida digna -como en la paradigmática Noruega- pasó en México de las manos de una camarilla tecnocrática insensible y rapaz.
Por el contrario, en dirección inversa al enriquecimiento ilícito de la burocracia -cuyo modus operandi es el insaciable patrimonialismo a costa de los bienes públicos-, la miseria se ha instituido como el santo y seña de casi dos terceras pares de los compatriotas reducidos a la condición de parias.
La postración socioeconómica de los mexicanos tiene su correspondencia y es consecuencia del proceso de crisis, descomposición y decadencia del Estado nacional que, acaso deliberadamente, en su perversión ha difundido sobre el ser colectivo la desmoralización-indefensión como arma de dominación plutocrática-cleptómana.
La clave de ese disolvente proceso, es una combinación del abandono de la moral pública y de la transgresión sistemática de la Ética republicana, que han devenido Kakistocracia: El gobierno de los peores.
El modelo neomercantil globalizado, como fase bastarda del capitalismo racional que operaba incluso en defensa propia para su supervivencia, en su versión mexicana ha tomado las formas irracionales del saqueo desenfrenado del patrimonio de la Nación, aupado ese saqueo por la impunidad que entre los tres Poderes de la Unión circula como moneda de cambio.
No deja de ser paradójico cierto reciente fenómeno sociopolítico: Hace unos días, a convocatoria del Consejo Coordinador Empresarial, 30 instituciones privadas del ramo y organismos civiles afines, lanzaron el Código de Ética Empresarial. Paradójico, decimos, porque hasta antes de que se implantara el neomercantilismo salvaje en México, los estatólatras insistían en que la fuente primaria de la corrupción pública era la Sociedad Anónima. Más paradójico aún, cuando el nuevo corporativismo empresarial es el producto más acabado -y usufructuario- de la irreflexiva política de privatizaciones de los bienes públicos y ahora que denuncia los costos de la corrupción a su cargo, es precisamente el gobierno privatizador el que se resiste tercamente a legislar un Sistema Nacional contra la Corrupción.
No deja de ser desconcertante la actitud que asume el actual gobierno. En el despegue del modelo “neoliberal” en México, el presidente Miguel de la Madrid, postulante de la renovación moral de la sociedad, instituyó como parte del gabinete legal la Contraloría General de la Administración Pública Federal.
Abanderado contra la corrupción de las tepocatas y víboras prietas del priismo, el panista Vicente Fox transformó la Contraloría General en la Secretaría de la Función Pública para limpiar la casa. Terminó chapoteando en el mismo pantano que denunció.
No podía ser de otra manera: El potencial fiscalizado, el gobierno, se erigió, al margen de la sociedad agraviada, en su propio fiscal. ¿Cómo pedirle el lance extremo de un harakiri? Obviamente, nunca hubo auténtica voluntad política correctiva cuando se consintió tamaña simulación.
Desde candidato y ya como Presidente electo, Enrique Peña Nieto incluyó en el Pacto por México su compromiso de combatir la corrupción hasta sus últimas consecuencias, caiga quien caiga. Contra los transgresores, todo el peso de la ley. No faltaba más.
A mayor abundamiento, avaló la desaparición de la Secretaría de la Función Pública, imputada de solapar el vandalismo administrativo aun en aquellos casos en que sobraron pruebas contundentes del pillaje maquinado con las tres agravantes: Premeditación, alevosía y ventaja.
Se planteó entonces, en el frenesí del reformismo constitucional, la revisión del Título Cuarto/ De las responsabilidades de los Servidores Públicos y Patrimonial del Estado que, de por sí, blinda al Presidente, quien durante el tiempo de su encargo “sólo podrá ser acusado de traición a la patria y delitos graves del orden común”. Ni siquiera por estas últimas transgresiones a la norma, cometidas en flagrancia, un Presidente ha perdido su condición de intocable.
¿Qué mantiene atorado el dictamen de esa iniciativa? La exigencia de una concesión rayana en el cinismo: El Sistema Nacional contra la Corrupción tendría como órgano supremo un consejo rector… integrado por el Presidente de la República, los gobernadores de los estados y una pléyade representantes de los otros dos poderes federales, precisamente donde germinan los vectores de la pandemia. En el argot jurídico a eso se le denomina lex simulata. Nada podría contra ese mayoriteo el solitario testigo social.
Desde el sexenio pasado, los Códigos de Inteligencia del Departamento de la Defensa de los Estados Unidos incluyeron a México en la categoría de Estado fallido. Por supuesto, los detentadores del poder estatal se rasgaron las vestiduras y se bañaron en ceniza por la ingratitud del Imperio al asestarle esa calificación a un Estado súbdito.
Lo que no pueden negar esos fieros estatólatras, sin embargo, es que el mexicano es un Estado putrefacto en plena decadencia y en el tobogán arrastra a la sociedad toda. Desde algunos castillos de la pureza, ya se recomienda volver a las fuentes aristotélicas para reencontrar los principios de la Ética y convertir ésta en divisa de un plan de salvación nacional.
Seamos menos exigentes: Creemos que basta con aplicar en sus términos el actual título Cuarto de la Constitución citado fracción Primera del artículo 109: Se impondrán, mediante juicio político, las sanciones indicadas en el artículo 110 a los servidores públicos… cuando en el ejercicio de sus funciones incurran en actos u omisiones que redunden en perjuicio de los intereses públicos fundamentales o de su buen despacho.
Los castigos previstos serán conforme la legislación penal o, en su caso, por la vía administrativa la destitución y la inhabilitación para el desempeño de funciones, empleos, cargos o comisiones en el servicio público. Tomar nota: duele más el cuero que la camisa. ¿Para qué tanto brinco estando el suelo tan parejo? Si hubiese voluntad política de veras, mientras que los tenebrosos caciques parlamentarios intercambian concertacesiones para planchar una nueva lex simulata, el Poder Presidencial debiera accionar las herramientas constitucionales ahora a su alcance, que el buen juez por su casa empieza.
Pero dice el buen Horticultor que no se le pueden pedir peras al olmo.
Una cosa es cierta, y está contenida en la filosofía española: Cuando un mal gobierno muere, no se precisa la autopsia: Murió por suicidio.
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