UNA VEZ COMPROBADO científicamente que México no puede escapar a su fatalidad geográfica -la insoportable vecindad de los Estados Unidos-, nos parece permisible sostener que la candidata presidencial del Partido Demócrata, Hillary Clinton, representa en materia de administración pública y gestión diplomática más de lo mismo.
RECORDAR NOMÁS que, hace apenas cuatro años, como jefa del Departamento de Estado, arrancó al presidente Felipe Calderón la firma del acuerdo para la Exploración y Explotación de los Yacimientos Transfronterizos en los que, por supuesto, los Estados Unidos se quedan con la parte de león del potencial energético del norte del Golfo de México.
En la actual campaña presidencial en pos de la Casa Blanca, la señora Clinton -que ya compartió el Salón Oval con su marido Bill- representa una posición centrista-conservadora entre el radical derechista republicano Donald Trump, y la propuesta socialista Made in USA, de Bernie Sanders, también del Partido Demócrata.
Dicho como una alegoría, fatalista también, nos viene a mente aquella conseja retórica que todavía a mediados del siglo XX circulaba entre nuestra vieja clase política: “El socialismo llegará a México a lomo de los batallones del Ejército Rojo de los Estados Unidos”.
Obviamente, la expresión tenía como ácido propósito, el de desarmar las ilusiones de los izquierdistas mexicanos, que entonces existían de veras, y actuaban en consecuencia.
Entremos en materia en el marco de la campaña presidencial en el vecino país: Hacia 1933, en su mensaje de toma de posesión, el enorme Presidente demócrata, Franklin Delano Roosevelt advirtió a sus compatriotas que el mayor peligro para la nación era “tener miedo al miedo”.
El audaz diseñador e impulsor del Nuevo Trato como política de Estado, aludía la situación de consternación que vivía la sociedad estadunidense, como consecuencia de los devastadores impactos sicológicos proyectados por la Gran Depresión desencadenada por los especuladores cuatro años antes, que condujo al suicidio a no pocos de sus connacionales. En aquel momento histórico, la grave advertencia de Roosevelt tenía su razón de ser: El espanto generado por la Gran Depresión en la sociedad europea dio pie a la irrupción del totalitarismo encarnado en Alemania por Adolfo Hitler.
Entre 2007 y 2009, otra vez la rapaz acción de los especuladores financieros estalló la crisis que algunos economistas y sociólogos norteamericanos ven como la configuración de una Segunda Gran Depresión.
El disolvente efecto doméstico de ese monstruoso fenómeno en los Estados Unidos reproduce la atmósfera de pánico colectivo de nueve décadas antes, ahora después de un periodo de prosperidad que se abrió precisamente con la política populista de Roosevelt, que sustentó “la sociedad de la abundancia”, alentada básicamente por la intervención norteamericana en la Segunda Guerra Mundial, que no tocó físicamente territorio del Coloso.
Los detractores locales del sistema económico de los Estados Unidos, documentan su crítica con una ecuación socioeconómica que habla del “uno por ciento”; esto es, una acumulación de la riqueza que excluye al 99 por ciento de las familias norteamericanas. “En los Estados Unidos está en marcha una guerra, sí, y la vamos ganando”, declaró paladinamente uno de los más poderosos potentados de la libre empresa.
No hay detonante más potentemente subversivo en una sociedad que se siente despojada de la abundancia, que la proletarización de la familia, ahí donde el individualismo calvinista inspiró el “sueño americano”, fincado fundamentalmente en el éxito económico. Es en ese trágico escenario donde encaja la exhortación de no tenerle miedo al miedo. Pero el voluntarismo no basta para exorcizar el terror.
En ese clima de terror social medra electoralmente el candidato republicano a la Presidencia, Donald Trump. Las buenas conciencias satanizan al empresario-político, sin caer en cuenta que su puntaje en las preferencias, no es resultado de su dudoso encanto personal, sino de su conocimiento de los instintos de grandes segmentos de una sociedad que históricamente han cultivado un populismo de derechas, de tufo fascista, exaltador de “la supremacía blanca”.
Huelga decir que la pretensión de la “supremacía blanca” lleva implícito el racismo, en cuyo caso se explica el rabioso discurso de Trump contra los inmigrantes de otro color, entre los que se incluye a los millones de mexicanos transterrados históricamente y de nueva expulsión nacional.
Inscritos en el catálogo de las buenas conciencias que fingen alarma por el fenómeno Trump, se encuentran ya no pocos dirigentes políticos mexicanos, en el gobierno o en la oposición, trincheras ambas en las que se pugna ya por nuestra sucesión presidencial de 2018.
Flaca memoria la de esos oportunistas dirigentes nuestros: Hace sólo 24 años, el feroz discurso antimexicano estuvo a cargo del magnate Ross Perot, quien financió la formación del Partido Reformador para contender por la presidencia de los Estados Unidos. ¿Olvido o cachaza? La balanza se inclina por la cachaza. En 1992, el nombrado Perot se pertrechó en el Partido Reformador con un único fin: Combatir la inminente firma del Tratado de Libre Comercio Estados Unidos-Canadá-México, ahora TLCAN, amorosamente impulsado por Carlos Salinas de Gortari. Para decirlo pronto, el empresario amedrentaba a los votantes con el argumento de que los mexicanos “les arrebatarían el pan de la boca” a los trabajadores estadunidenses.
Al menos dos Premios Nobel de Economía norteamericanos, a la vista de la firma del Acuerdo Transpacífico de Asociación Económica, en octubre pasado advirtieron al gobierno sobre los riesgos de la incorporación de México a esa leonina alianza. Su argumento central, es que ese nuevo pacto comercial impuesto por los intereses de las grandes trasnacionales, generarían las mismas atroces consecuencias que a los mexicanos impuso el TLCAN.
Una de esas consecuencias, fue la devastación de la economía mexicana, con destructores impactos sobre la clase trabajadora de la ciudad y el campo, fuentes inagotables de la emigración hacia los Estados Unidos, donde nuestros compatriotas “hacen las tareas que ni los negros quieren hacer”.
La elocuente frase es de Vicente Fox, el que hace apenas diez años pugnaba ante el gobierno de George W. Bush por “la enchilada completa”, y ahora, junto con su correligionario Felipe Calderón, se erigen en patrióticos acusadores de Trump. Ahora, no hay ni enchilada completa: Ni siquiera un totopo. Y nos quedamos tan campantes.
Sin agotar el tema, hagamos mención de Bernie Sanders, el candidato socialista, sin esperar, por supuesto, que el socialismo llegue a México a lomo de los batallones del Ejército Rojo de los Estados Unidos.
Sería un colosal disparate por una simple sinrazón: Mientras que Barack Obama coquetea con la Cuba Comunista y visita la isla en plan conciliador, su gobierno se ha ensañado, hasta casi liquidarlos, con los regímenes latinoamericanos tímidamente de izquierda: Venezuela, Argentina, Brasil, y en recientes días, contra Evo Morales, “para que Bolivia no caiga presa del chavismo”.
No es ese un señalamiento casual, ni ocioso: Los que desde aquí se entrometen en un proceso electoral que atañe exclusivamente al pueblo estadunidenses, se colocan voluntariamente a remolque de la agresiva diplomacia de Washington contra pueblos hermanos del sur, como lo han hecho ya contra los indefensos y masacrados pueblos del Medio Oriente.
Para esos sedicentes mexicanos metiches, ¿dónde quedó el apotegma de Benito Juárez: “Entre los pueblos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno, ¿es la paz?
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