La sinfónica guanajuatense, institución nacional FERNANDO DÍEZ DE URDANIVIA
ASISTIR A LA CELEBRACIÓN del sexagésimo aniversario de la Sinfónica de la Universidad de Guanajuato fue coyuntura de reconocimiento y evocación. Todos sabemos que el nuestro ha sido país de altibajos culturales, hoy tal vez más pronunciados que nunca.
ALGUNOS HEMOS SEGUIDO la trayectoria de las instituciones orquestales, entre ellas la de Xalapa, fundada por Juan Lomán en 1929; la de México que Carlos Chávez inició el año anterior, pero se convirtió más tarde en la Nacional; la de Guadalajara que por la década de novecientos cuarenta rehizo el australiano Leslie Hodge.
Conocí a José Rodríguez Frausto, que había juntado cuarenta navegantes locales para subirlos a un barco aventurero, en años cuando me asombraron otras iniciativas provincianas como las de Durango y Aguascalientes, que tuvieron fortuna.
Crear, impulsar y sostener una orquesta puede llamarse obra de romanos, aunque los habitantes del Lacio hayan estado lejos de saber lo que era. Es lucha contra públicos, músicos, administraciones, políticos mediocres y otras lindezas. Cuando no es ambición de posteridad suele reducirse a lujo momentáneo, capricho sexenal o llamarada de petate.
Rectores, gobernadores, patronatos locales o estatales han disfrutado a veces, pero padecido otras, la herencia onerosa de una orquesta con presupuestos exiguos que llegan a ser sangrías abundantes.
En 1954 pisé por vez primera el umbral de Paseo de la Presa 114, donde residía José Rodríguez Frausto. Fuimos amigos desde entonces. Creo haber sido causante de las primeras veces que dirigió un grupo orquestal que no fuera el propio, y en el caso fue el de la UNAM.
Juan Trigos
Cincuenta y ocho años más tarde mis lujos de pisar la Plaza del Baratillo, el templo de La Compañía, la explanada de la Alhóndiga y todas las entrañables calles, se unen al orgulloso recuerdo de mi nieto, que con sus siete años me dice mientras desayunamos en el hotel: “mira, allí está Diego Rivera”. Está viendo un retrato del pintor, a quien acaba de conocer por su museo.
Las evocaciones se ligan también a ese pianista excepcional que fue Gehardt Muench, cuyas prácticas me extasiaban en la sala de la Universidad, donde me sentaba contra toda su voluntad.
Volver a Guanajuato ha sido revivir jornadas pretéritas que me hablan de una entidad asombrosa. Participaciones mías en conferencias del Festival Cervantino; organización de conciertos en León con el sacerdote Silvino Robles, en San Miguel de Allende con el volcán llamado Carmen Masip y en Salamanca con el petrolero Octavio Leal Gómez, sin mencionar otras en Irapuato, en Celaya, en Dolores Hidalgo y en Acámbaro.
No es suposición, sino lamentable certeza, que tal vez seguimos teniendo una mayor parte de territorio -capitales incluidas- donde el arte y la cultura no prosperan como es debido, ni se trasmiten sistemáticamente a niños y jóvenes. No es cosa de buscar culpables, pues en la lista no cabríamos todos. Recuerden, al terminar estos párrafos, que tratan de cultura y no de política. ¡Bravo por Guanajuato, su sinfónica y su público!
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