Se puede salir
de la pobreza
Feliciano Hernández
Los costos de lograr el sueño americano son altos, pero en general son convenientes para los paisanos sin documentos. “Sí, valió la pena”, dice Juan González, quien tiene casi listas sus maletas para regresar a México, a su lugar de origen en una pequeña y bonita ciudad del Estado de Morelos, luego de estar ausente casi dos décadas.
ÉL ES UNO de los aproximadamente seis millones de mexicanos indocumentados que son la fuente principal de remesas enviadas al país, que siguiendo una tendencia imparable sumaron 52 mil mdd en 2021.
Se percibe cierta alegría en la voz de Juan —cuyo nombre verdadero se omite para salvaguardar su seguridad— cuando hace el recuento de sus haberes, que no tenía cuando partió hacia el norte: “Una casa, de clase media; dos terrenos, un coche, y unos ahorros para iniciar ‘un changarro’ cuando regrese”, a sus cincuenta años.
Lo más importante para este “aspiracionista”, que apenas pudo concluir el tercer año de educación primaria —era un “cabeza dura”, apunta, riéndose— es que pudo darles educación técnica a sus dos hijas; mantener a su esposa con ciertas comodidades, y de paso ayudar a otros familiares.
Hacia una nueva vida
Pero llegar a ese punto significó para él irse a tres mil kilómetros de distancia; pasar una semana en rutas de camiones, casetas de peaje y sobresaltos de todo tipo, que nunca faltan en un largo recorrido. No olvida fácilmente esos días, con las voces altisonantes de entonces; las sirenas de las patrullas ocasionales creciéndose como dueñas de todo, y las imágenes de agentes migratorios de quienes ni conocía bien sus uniformes, pero le parecía verlos en todas partes.
Juan supo que ya estaba “del otro lado” cuando escuchó voces de las que ya no entendía nada. Le habían dicho sus guías que, de Nogales, Sonora, escondidos en una camioneta —en un grupo de 10—, pasarían a Phoenix, Arizona; luego a Las Vegas; y de ahí partirían en avión hasta su nuevo destino. No puso mayor atención porque lo invadían las ganas de regresar sobre sus pasos.
Hasta que este hombre moreno, de talla mediana y de aspecto tranquilo, estuvo en el avión y se acomodó en un asiento —junto a un hermano mayor y un sobrino adolescente que los acompañaba— y hasta que la máquina voladora despegó, entonces comenzó a creer que aquello iba en serio.
El plan contemplaba que aterrizarían “en un gran aeropuerto, en una de las ciudades más importantes de Estados Unidos”. Cuando escuchó que podían quitarse los cinturones de seguridad, sintió como si otra vida comenzara para él. No quería ni salir del avión, y saber que no hablaba nada de inglés era su mayor preocupación.
Al aproximarse a la salida del aeropuerto, buscaba ansioso entre la multitud a la persona que los esperaba. Y ella no tardó en aparecer: era su hermana. Allí se despidió de sus guías. Ella pagó el resto, de un total de 1,500 dólares por cada uno. “Muy barato” para aquellos años, a principios de este siglo. Ya eran clientes y los “polleros”, expertos.
Un comienzo difícil y un retorno triunfal
Para Juan, hace tanto tiempo de esos días que ya no recuerda detalles del caso. Solo tiene en mente que lo instalaron en el barrio La Villita (Little Village), de Chicago —la mayor muestra de mexicanidad en esa región del Medio Oeste americano—, y que consiguió trabajo en una tienda de cosméticos para afroamericanas; con tan buena suerte que pronto pudo enviar dólares a su familia y pagar el préstamo a su hermana.
Así comenzó su despegue sostenido. Aunque le tocó vivir la gran crisis de 2008, su patrón, un coreano residente legal y dueño de la tienda de cosméticos —parte de una cadena de similares— pudo sortear las dificultades. Comenzó ganando el mínimo de 8.00 por hora; en los últimos meses le paga a 18, más el tiempo extra, suma 3,600 al mes, libres, además de que pudo conservar su empleo en la muy larga noche de la pandemia.
El viaje de retorno de Juan hacia México se ha venido postergando. Pero esta vez parece la definitiva, ya le avisó a su patrón, todavía el coreano. Le urge estar con su familia; casi 20 años ausente no es poca cosa. “El costo del éxito es elevado”, comenta mientras ordena sus pensamientos: “No vi crecer a mis dos hijas...ya son señoritas…todos los días hablamos, pero no es igual”.
No está tan seguro sobre si podrá rehacer su vida y si su esposa lo aceptará de nuevo... Lanza, como sospecha, que ella “sale con otro”… Pero dice que también ella le ha pedido que ya regrese… “Lo voy a intentar, por mis hijas”.
En la llamada telefónica desde Cd. de México, que dio pie a estos párrafos, Juan recuerda cuando inició la amistad con su interlocutor, en una parada de La 26 —la calle principal de La Villita y la 2ª— más importante de Chicago en movimiento comercial, solo después de la elegante y céntrica Michigan: “Estabas esperando el Bus y me preguntaste que cuánto cobraba…y te dije que tu ropa no te iba a servir para el frío…”.
Era el 2 de diciembre del 2013. El termómetro marcaba 10 grados bajo cero y descendía, intimidante; la precipitación de nieve de las semanas que siguieron ya causaba pronósticos de récord histórico. Antes de despedirse, el paisano suelta la pregunta: “¿Y cuándo regresas a Chicago? …Hay trabajo, ya estamos en la normalidad”.
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