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Edición 219
Escrito por Pino Páez   
Jueves, 01 de Octubre de 2009 13:43

retobosemplumados

Tlatelolco en una tercia de corazones

El Grito se palpa como un latido, la fecha es fija y volátil en los mandatos de Ehecatl: el dios del viento ordena un presentimiento de antigüedad... y las madejas del aire anudan otra vez el dos de octubre, atan de nuevo el vocerío en una sola corazonada... y en la Plaza de las Tres Culturas las siluetas pululan en un fluir imposible de ser evaporadas.

Pino2Corazón primario en un alud

En esa explanada estuvo Rodrigo Medina Campuzano con sus treinta y tantos abriles en el centro mismo de una pestilencia a polvorín, embutida de verde su anatomía y los pies ocultos en unas botas que acalambraban espinillas. Lo abrumaba la virginidad en sus hombreras, raso su cargamento de infantería, sobre los omóplatos ninguna graduación, el vacío absoluto en su cuartelera -glauca gorrita del tropero-; se imaginaría después transformado en estibador, descargando sombras en un muelle sin mar, murmullos nada más de un oleaje inventado en la sequía.

Rodrigo se dio de alta porque sus ingresos estaban a la baja. Había que comer, masticar algo más que tanta maldición. Pronto arribaría la costumbre, el cuadrarse en constante sumisión, marchar con el mosquetón embrazado, con el fusil siete punto cinco milímetros que aún descargado pesa el pronóstico de un disparo.

Medina volvióse tan rutinario como la pertinaz visita del rocío en algún ventanal muy anochecido, cuadrarse y marchar en burocrática dualidad que marea, hastío brevemente interrumpido al matrimoniarse, pero el casorio rapidito se aunó al burocrático resollar, los años transcurrían en el desafinado símil de una cantaleta.

Campuzano, al cumplir los treinta y tantos aquéllos, salió unas horas de aquel aburrimiento, lo enviaron a Tlatelolco ese dos de octubre a estampar rostros y espaldas en el furor de su culata, a recopilar un gemir repetido. Y concretó transpirante la productividad del culatazo.

Rodrigo Medina Campuzano se pensionó con una cintita de cabo en los ascensos del retiro y el hilacho. Jamás había reflexionado acerca de su estancia laboral en la Plaza de las Tres Culturas, solamente cumplió con su trabajo...hasta que le llegó el turno de mirarse en la soledad de su propio espejo, sin más testimonio que la desolación del reverbero.

Rodrigo entonces re-oyó aquella gritería pero con otra tesitura, re-vio aquellos pectorales abiertos en zaguán por la invasión de una bayoneta caladísima, miró todo con una diferente mirada que lo enmascaró con cicatrices de agua.

Medina sintió un caudal de pedradas en el lapidar de una repentina taquicardia, quiso huir de su mismísimo tórax, fugarse de la intimidad que lo descalabraba, desertar aquel dos de octubre y amparar a los caídos en la indulgente renovación de su particularísimo calendario.

No pudo Campuzano: la palpitación se le desgajó en alud, destrozó el apedreamiento todo el interior, nada más permaneció intacta la máscara líquida de su última mirada... y el Grito que hizo añicos la herencia de su mismísimo reflejo.

Corazón secundario que literalmente engloba

Horas antes de que Rodrigo Medina Campuzano se apareciera en Tlatelolco con el uno-dos que alebresta satanaces en su siesta... una mañanita dócil relamía de calidez ambarina las paredes que ninguno hubiera especulado crecerían en paredones.

En vísperas del mediodía un anciano y un perro paseaban amistades; unos niños jugueteaban bajo los augurios del resplandor; unas muchachas reían puliéndole a la luz una bendición; unos enamorados se refugiaban en el portal de sus bocas; un vendedor de globos, no acorazados pero sí acorazonados, y tan de escaso gas que apenitas levitaban... anunciaba su mercancía con un silbar que simulaba proceder de unos lejanísimos labios de profecía, en la intuición de una venidera falsa neblina que enredará en garabato las hermosas madejas de aquella luz.

Varios compradores literalmente se englobaron: el perrito y su dueño se desplazaban con la comunal propiedad izada en un latido; los niños juguetones convencieron a sus padres para hacerse de corazones que alzaban y re-alzaban arrojándolos amorosamente contra una lúdica atalaya; las chicas bruñeron más todavía el maizal de sus reíres entre asomos de palpitación recién comprada; los novios de plano pusieron de valladar la plástica monumentalidad de un latido; el silbador persistía en su oferta en un infatigable circular placero, alargando la beatífica provocación de sus chiflidos...

El atardecer les deparó la sorpresa de compartir sus corazones con una amorosa muchedumbre que desperdigaba palomares de juventud en sus consignas. El septuagenario y su can insertaron su amistad en aquella comuna tan gozosa; los pequeñines y sus padres hicieron de cada corazón adquirido una colectiva posesión; las jovencitas englobadamente ampliaron su sonrisa descorrida en hermosura de menguante y cimitarra; la parejita se re-amuralló de globo y de tumulto; en el puño del globero los latidos se reducían en el traslado hacia otra empuñadura y pectoral...

Pero esa tarde acentuaría sus relojes... y la profecía aquélla ensució el cielo con un escupitajo de bengala. Vino luego Rodrigo Medina Campuzano décadas antes de confrontar en saudade a sus espejos. Y el silencio se amontonó en una gran herida. El hombre de setenta y pico y su gran amigo estrechados en un púrpura escurrimiento, culminaron sobre la común pertenencia de aquel latido; los chiquillos y sus progenitores legaron sin metáforas un corazón abierto a la memoria; el sonreír de las chicas acabó globalizado en una quietud gritada; el pálpito y la muralla global del romance se acalló por el ensordecimiento de una jauría de proyectiles que desmoronaron el portal de aquellas bocas; el globalizador quedó tendido con el rostro hacia abajo como si planteara un cuestionamiento a la raíz...

Corazón tercero bien tallado

La iglesita de Santiago Tlaletolco tenía un sobrio portón de madera,   lisa la superficie, de honda coloratura sepia, igualita a una foto muy añeja, tan de apariencia ancestral era esa puertita casi nunca cerrada... que los feligreses introducíanse a cualquier horario, en el momento exacto en que dan ganas de acordarse por donde uno ha diseminado las zancadas, colaban íntegro el equipaje de su nostalgia, lo entretejían en una niebla de mirra, y se marchaban arropados de añoranza.

PinoEl casi subrayado sucedió aquel dos de octubre, cuando llegó Rodrigo Medina Campuzano con la lejanía de su reflejo, y los globos cesaron su fluir en un infarto... En esa hecatombe vespertina, una estudiante, o a lo mejor una vecina que en la Plaza emplazó el destino, o pueque una vendedora de algo que se agenció su propia pesadilla... corrió en búsqueda de refugio, sus manos se unieron a muchas manos, racimos y racimos de manos, nudillos y nudillos deshechos de tanto tocar en balde, de tanto llamar en una puertita helada como témpano que ninguno pudo derretir.

Parvada de manos descendieron en picada alcanzadas por tanto cazador. La estudiante, vecina o vendedora...quiso esconder sus puños en la entraña misma de aquel portoncito mudo en la impiedad del cerrojazo, dejar en la hendidura la denuncia en una crispación, pero sólo talló un corazón en las desesperaciones del azar, perfecto y batiente bajo un titipuchal de astillas... hasta que se desplomó en el fortuito salvamento de un desmayo.

Nadie se enteró si era estudiante, vecina o vendedora, menos se sabría su nombre, sin embargo, durante una temporada larga, tras ese dos de octubre, una  mujer aproximaba su hablar quedito al casual corazón grabado en aquella puertecita, con doliente entonación reclamaba “¿Por qué Santiago, por qué cerraste tu apostolado?”, y se llevaba sus manos a la garganta como para impedir que el Grito aquél quebrantara el extemporáneo miserere del interior, manos ya envejecidas, de uñas y yemas harto lastimadas, como si se hubieran despellejado por señalar la atrancada inutilidad del horizonte.

Cambiaron el portoncito por uno asaz gariboleado. Ella desapareció, aunque persiste el latir de un corazón en la madera. Y la globalización aún flota acorazonada. Y a Rodrigo Medina Campuzano se le percibe descorazonado en la infartada condenación de su propio espejo.

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