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Edición 269
Escrito por PINO PÁEZ   
Lunes, 31 de Octubre de 2011 15:42

{vozmestart}

retobos

Viajar por dentro de uno mismo es la consigna

Locomotividad: Antoquiria, androquiria,

ginoquiria, dromomanía

1

 

Hay personas que poseen un don… o un trastorno -según óptica, diván o confesionario que lo “descifre”-: Viajan sin más destino que el azar y sin otros medios que un impulso irrefrenable, ignoto, poderosísimo, como si al cuerpo lo habitara un velero en la ruta inamovible de su naufragio, o alerones de parvada que no se hastía de tapizar su vagabundeo en el mismísimo mezanine de las aureolas.

 

Excursiones que irrumpen siempre de una interrogación

Algunos estudiosos de cacúmenes ajenos han denominado locomotividad o antoquiria la necesidad de partir de uno mismo, independientemente de acumulación de calendarios, rango sexual o físicas particularidades; indagar territorios que ni siquiera se han imaginado, toparse con gente que en la víspera ni en catálogos cabía, en ocasiones colarse al meandro de otros lenguajes para descubrir el significado de otras vidas pronunciadas… es la intimista consigna que no se puede desacatar.

En uno de sus textos, el historiador mexicano Rafael Ramos Pedrueza cita el término locomotividad, que un estudioso en la materia utiliza para definir los trayectos imparables de Simón Bolívar.

 

 

Entre los analistas de caletres que aplicaron el término antoquiria están lo franceses apellidados Dupuis y Joffroy, los cuales analizaban esa pulsión de trashumancia desde una patológica perspectiva, sin abordar, así fuese en epidérmica superficie, el por qué de las facultades de los imbuidos de salida, para ejercer variados oficios y disciplinas, el aprendizaje rapidísimo para comunicarse en otros idiomas, la facilidad impresionante de adaptación climática y social. Y, después de establecidos… ese requerimiento de reanudar el periplo con el único cargamento de la vida.

Referente a vidas, la circense, al menos en su origen, es una de las más nítidas connotaciones de antoquiria; no se trataba solamente de allegarse nuevos públicos, era una especie de salir, en este caso de manera colectiva, en apretujamientos de hermandad que instalaba carpas donde -más que la fatiga- el rumiar de los follajes heridos de noviembre les indicara la brevedad del paradero. Similar al tránsito de los gitanos primigenios, siempre atareados en su deambular, guiados por la lumínica mirada de sus bellísimas mujeres, detenidos unos instantes en los horarios de la sed para beberse unos traguitos de paisaje.

Y de vuelta al circo y su antoquiria, el retobador escribió, unos años atrás, una crónica acerca del documental La vida en el alambre, de Salvador Díaz, crónica que podría aportar una pizquita de antoquiriana esencialidad:

Vislumbrar en un circo la sagrada pesadumbre de las luces, significa -en los hombros del espectador y el voyeurista- llevarse la lumbre alunada de una platería que exhala tanto reflector… y tanta admiración de bocas en las samaritanas aperturas del asombro.

Flota la luz en la entraña de la carpa, flota como una mirada de Dios suspendida en el testimonio del presagio. Los visionarios del malabar, sin echar al viento el sacrilegio, toman del santoral las aureolas… y una parvada de virtud brota del nidal de cada mano.

La contorsionista emprende la búsqueda de su propio enigma: Sonríe en una estampa de cubismo, mientras su pie hace una excursión de lunas hacia su misma espalda.

Los acróbatas se han ido sin salir en pos de una escaramuza y el equilibrista traza una caída en los mentideros de la sombra.

Un payaso, sin mutilación ni exilio, hace de su pierna una melodía.

Antoquiria es el impulso permanente de partir, como si una cabalgadura fuera el corazón

Ciertos hombres en vagancia incierta

2

Androquiria es el hombre que se embarca en aquella embarcación interna. La Picaresca surgida en el siglo XVI con El lazarillo de Tormes, es el viaje que se inicia en una paradoja: La luz de la vida que apenitas principia, jala la ceguera de un existir que casi se epiloga.

Una centuria antes de la Picaresca, François Rabelais puso a viajar a Gargantúa y Pantagruel sobre lomos de diluviada borrachera. Espejismo y hartazgo en literario rondín cuyo editor, Étienne Dolet, sin literatura ni fábula alguna… fue quemado vivo por la Inquisición que nunca puso comillas a su superlativo apodo de ¡Santísima!

Andanzas de siglos en Picaresca androquiria, de autores anónimos a Cervantes, Alemán, Quevedo, Lesage, Vélez… Centurias de íntima peregrinación con Lizardi, Romero, Eco… El Julio Jurenito del novelista soviético Illya Eherenberg, con un protagonista de ficción basado en la robusta realidad de su amigo Diego Rivera, como si los pinceles hubiesen devenido piernas, y el mural fuese un continente donde las sombras a destajo repiten el ceremonial de su partida.

En temporales fresquecitos de zambra cibernética, Alfonso de los Reyes Villaseñor publicó su antoquiriano Don Alharaco Pérez y Pérez, y Víctor Grovas El viaje del conde Olivos. Persiste la necesidad de partir como si un buque se almacenara en tan especial anatomía. O hélices de alas empajaradas que se han endurecido, hasta toparse con la monumental cicatriz de los relámpagos.

Antoquiria no debe confundirse con emigración forzada, el desarraigo impuesto a empujones de explotación; es dromomanía, otro término de similitud en viajar sin otra meta que el impulso aquél tan indescifrable, como si guiaran vericuetos de anochecer, o rieles de alba en exhalación se alfombraran pa’servir de ferrocarril a la zancada.

3

Mujer de íntimo puerto y andén

En circunstancias mucho más peligrosas, complejas y dramáticas, el requerimiento de partir también se suscita en mujeres, ginoquiria sería la denominación más acorde a esos periplos ajenos a consulta de agencia de viajes, recomendaciones de quienes se han tostado sus carnes en alguna playita o balneario o los que retornan de ruinas visitadas, con los labios empapados de vestigio.

Si a cualquier polizón, transeúnte de ignotas cartografías, o “pideaventones”… resultan fragorosas sus andanzas, a una mujer se multiplica en espirales lo azaroso. La Picaresca no aborda en demasía personajes femeninos en principalísimo protagonismo. Francisco Delicado escribió La pícara doncella, pero por lo regular a ellas, en ese tópico literario, se les asigna un desempeño que enmarca y resalta las vicisitudes del singular viajero.

Más allá de novelísticas connotaciones, por los años 50, en el quiosco de la defeña Alameda Central, una mujer de unos veintitantos, quizá treintañera, cuyos ropajes no denotaban pobreza, menos indigencia, calzada en unos zapatos de tacones desmesurados, en un compás abierto y rítmico, con su silueta estética bien erguida y un vestido elegantemente diseñado de una sola pieza… durante horas y horas deambulaba circular al interior del quiosquito, sin que nadie se atreviese a disputarle la estancia techadita, el gentío se conformaba con formar abajeño otro círculo más anchuroso, arremolinados en su expectación, observándola en el ceremonial de su caminata, taconeando una Babel que desgranaba un poemario de lluviecita seca.

Sobrevivientes de esa década y ese transitar también permanecían horas y horas con el rostro izado en banderola testimonial, corroborando cómo transpiraba, más que sudor, una especie de neblina que se derretía sin jamás tocar el suelo, sin interferir en los poéticos dialogares de Babel, sudaba una melodía declamada, como si bocas en enjambre rotularan en el aire el verso irrumpido de su andanza.

Entre algunos testigos de tan peculiar ginoquiria, surgieron anónimos traductores del taconeado “babelar”; exegetas o hermeneutas que aseguraban haber conseguido aprehender de las miles de lenguas de Babel, diversas y unísonas en su recital… un poema del caminadito lloviznar:

 

“Las raíces se despiertan

al toquido de una prisa circular

huir cabe en el universo de un redondel

un desierto lloverá sus arenales

contra los que no supieron escuchar”.

 

La mujer erguida en la efigie de su misteriosa humanidad repentinamente falló al citatorio de su ginoquiria; aseveran los testificantes de la época que prosiguió su marcha en la intimidad de una circunferencia que el vértigo evaporó, a fin de que ella continuara su tránsito sobre el pedestal de la hojarasca.

 

 

{vozmeend}



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