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Ediciòn 284
Escrito por Mouris Salloum George   
Jueves, 21 de Junio de 2012 14:07

VOCES DEL DIRECTOR
MOURIS SALLOUM GEORGE


Exigencia demencial:
Continuar el ba
ño de sangre

 

Por macabro, resulta repulsivo consignar el dato de que recientemente, en reunión con procuradores estatales, la Procuraduría General de la República haya destacado como nota dominante la iniciativa de establecer un modelo estadístico único para contar las muertes violentas en México.


Voces del Periodista

Se hace alusión al tema, porque pone en evidencia un secreto a voces: Que el disperso y conservador recuento de víctimas mortales de la guerra contra el crimen organizado declarada por Felipe Calderón en diciembre de 2006, está lejos de reflejar la magnitud de la barbarie que sobrecoge y paraliza a la sociedad mexicana.

Ello es así, porque algunas fuentes, sobre todo de cuño oficial, para atemperar el impacto sicológico de la tragedia nacional, suelen disminuir las cifras referidas a los muertos para privilegiar lo que consideran aspectos positivos del combate a la delincuencia organizada. Aun desde este enfoque, las diversas instancias que participan en esas tareas no coinciden a la hora de presentar sus balances sobre las bajas humanas.

En la contraparte, la de movimientos de familiares de las víctimas, organizaciones no gubernamentales, comisiones institucionales defensoras de los Derechos Humanos -domésticas e internacionales- y algunos medios de comunicación procesan datos que, con creces, superan los cuadros sistematizados por las autoridades federales o estatales.

El Instituto Nacional de Geografía y Estadística (Inegi) maneja encuestas bajo el rubro genérico de homicidios, en cuyo caso, por ejemplo, sólo para 2009 computa 19 mil 802 víctimas. La PGR, de su lado, suele hacer un deslinde aritmético para separar lo que denomina ejecuciones atribuibles a las partes en guerra y, antes de que se le prohibiera difundir esa información, reconocía el dato de unas 50 mil víctimas mortales para todo el sexenio.

Un elemento de confusión sobre esa materia lo introdujo recientemente el secretario de la Defensa de los Estados Unidos, Leon Panetta, quien, después de un encuentro con altos mandos militares mexicanos, dijo creer escuchar que éstos hablaron de más de 150 mil muertos, sin precisarse el periodo del recuento. En última lectura, la información más generalizada respecto del resultado del combate al crimen organizado cifra el número de muertos, hasta la primavera pasada, en más de 67 mil, al que se agrega el de unos 20 mil desaparecidos y de 200 mil a 300 mil desplazados de las zonas de guerra.

Sin incluir en ese cuadro el recuento correspondiente al sexenio de Vicente Fox, la estadística generada en dos sexenios de administración presidencial panista resulta espeluznante frente a datos del propio Inegi que, con referencia a 1993, establece para la década 16 mil 56 homicidios (sin hacer tipificación entre los llamados de “orden común” y las ejecuciones invariablemente atribuidas por el aparato oficial a las bandas del narco.)

Detrás de ese odioso ejercicio aritmético -que se antoja hasta inhumano- están dos atroces consecuencias de la guerra: 1) el devastador impacto sobre el espectro económico en una doble vertiente: La inhibición de la inversión para el desarrollo productivo y la fuga de empresarios con sus capitales hacia refugio seguro, de preferencia a los estados del sur de la Unión Americana, y 2) la consecuencia más desgarradora: La ruptura del tejido social, que empieza por la desintegración de las familias, aun de aquellas que no han visto su estructura agredida directamente pero que son atrapadas en la sicosis colectiva.

Vista la estrujante dimensión del drama mexicano, resulta demencial que, sin una mínima concesión a la sensibilidad y a la autocrítica a su fallida estrategia, el comandante supremo de las Fuerzas Armadas mexicana se obceque -como si fuera una condición sine qua non para la entrega de la presidencia de la República- en no sólo pedir, sino exigir, que el candidato presidencial que resulte electo el 1 de julio se comprometa a continuar la orgía de sangre que deja como marca de la casa presidencial. No se vale.



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