DIA MUNDIAL CONTRA EL TRABAJO INFANTIL (12 DE JUNIO)
Esclavitud moderna: Niños y adolecentes jornaleros agrícolas la padecen en México ABRAHAM GARCÍA GÁRATE
“Comienza mi jornada cuando sale el sol Tengo 12 años, vivo en la desolación, acá en otra dimensión Mis pequeñas manos son la producción de miles de…
No sé lo que es globalización No sé lo que son los Derechos Humanos Sólo soy un eslabón, una pieza más de un puzzle (rompecabezas) macabro”
SKP
El Consejo Nacional de Población (CONAPO) define a la población como el conjunto de personas que habitan un territorio en un lugar y tiempo determinados. También define a la migración como el desplazamiento de personas que cambian su residencia habitual desde una unidad político administrativa hacia otra, o que se mudan de un país a otro, en un periodo determinado. Más de 191 millones de personas migran en el mundo calcula la Organización de las Naciones Unidas (ONU); de ésos, 25 millones son desplazados en sus propios países.
La Organización Internacional del Trabajo (OIT) estima que más de 218 millones de niños trabajan en el mundo; de éstos, 70 por ciento lo hace en la agricultura; es decir, más de 132 millones de niños, niñas y adolecentes entre los 5 y 14 años. Tres millones de ellos trabajan en México.
El Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) ha establecido más a fondo en los últimos años la manera de fomentar y proteger los derechos de los niños de los trabajadores migrantes que han de beneficiarse plenamente de todas las disposiciones plasmadas en la Convención Internacional de los Derechos de los Niños.
El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) nos dice que hay 28.3 millones de niños entre los 5 y los 17 años que trabajan en el mundo sin recibir pago alguno; de esos, tres millones lo hacen en México. 39 por ciento se dedica a las labores agrícolas más de ocho horas diarias y el 47 por ciento no recibe pago alguno por su trabajo. La Encuesta Nacional de Jornaleros (ENJO-2009) plantea que la edad de inserción del jornalero agrícola a las labores agrícolas entre los 6 y los 16 años, representa el 87.4 por ciento de la población jornalera.
El Consejo Estatal de Población del Estado de Michoacán (COESPO) menciona que 711 mil 600 niños, niñas y adolecentes trabajan en labores agrícolas en México; 72 por ciento trabaja sin cobrar. Se calcula que a Michoacán llegan más de 450 mil jornaleros agrícolas migrantes. De ellos, más 100 mil son niños, niñas y adolecentes. Se estima por la Secretaría de Desarrollo Social (SEDESOL) que en Michoacán, que, entre sus 113 municipios, por lo menos en 80 hay presencia de jornaleros agrícolas migrantes y de sus familias.
En México protegen a los niños, niñas y adolecentes del Trabajo Infantil: la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (Art 1, Art 2, Art 4, Art 18, Art 123, Art. 133); Ley Federal del Trabajo (Art. 5, Art 174); Ley Federal para la Protección de los Derechos de los Niños, Niñas y Adolecentes (Art. 1, Art 2, Art. 3, Art 11). A escala internacional son protegidos por la Convención Internacional de los Derechos del Niño, la Convención Internacional para la Protección de todos los Trabajadores Migratorios y sus Familias; y la Organización Internacional del Trabajo (OIT) (Convenios 97, 138 y 182)
Para los niños, niñas y adolecentes jornaleros agrícolas su futuro sólo presenta la viva cara de la pobreza generalizada, de la falta de oportunidades educativas y laborales. Un mundo donde su inserción temprana al trabajo, remunerado o no, se toma como algo natural y necesario. Su futuro anuncia un trabajo extenuante físicamente, que vulnerará su desarrollo físico, mental y emocional en menoscabo de sus capacidades humanas.
Sabemos que los niños, niñas y adolecentes jornaleros agrícolas están en contacto permanente con sustancia tóxicas y lo hacen sin equipos adecuados. Y que también se encuentran expuestos a las inclemencias del tiempo o al ataque de animales ponzoñosos… entre ellos los propios familiares o personas cercanas.
Hay que exigir que México sea noble y digno. El país debe cumplir sus compromisos internacionales y asumir su responsabilidad institucional para evitar el trabajo infantil y garantizar la satisfacción de las necesidades de los niños, niñas y adolecentes, principalmente su seguridad social, salud y su educación. Es prioridad erradicar el trabajo infantil en sus peores formas definidas por los organismos internacionales. Es un imperativo moral, revolucionario.
Si tantas leyes y organismos internacionales están preocupados por el trabajo infantil y su erradicación. Así como por el respeto de los derechos humanos de los niños, niñas y adolecentes… entonces por qué el Heriberto todos los años -desde que nació en Sinaloa… o fue en Michoacán… o en Baja California… ¿Dónde nació el Heriberto? A sus padres se les ha olvidado y no importaba mayor cosa-, ambula por todos los campos, perdido como un guarismo más en la estadística. Cuatro de siete hijos junto con el Heriberto nacieron allá, en otros estados y tan seguidos que ya no podían ni querían recordar cuándo y de dónde habían llegado cada uno ¿Pa´ qué? Les es más fácil -por inapelable obligación- acordarse de los cultivos que están cosechando, que donde nacieron.
El Heriberto tiene siete años, es moreno pero se ve charoleado por el sol incandescente que lo hace brillar todo el día. Sus dientes recién salidos, se ven enormes comparados con los dos que le hace falta mudar. Sus ojos son ingentes, negros, alegres pero desconfiados. -Ya estoy grande, se la pasa diciéndole a quien quiera escucharlo o tenga tiempo de ponerle atención. Cuando te repite la frase, lo hace con tanto convencimiento que llega a caer bien y es casi imposible no ponerle atención. Se ha ganado el cariño de la gente del campamento.
-Amá, no me quiero levantar, dice todas la madrugadas, cuando le hablan para que se aliste e irse al campo para -como pequeño Sísifo- reanudar la depredadora tarea cotidiana. -Es que no me gusta trabajar en el campo… completa con su voz infantil amodorrada, la negativa a levantarse. Su pequeño y frágil cuerpo le duele. El suelo, a pesar de las cobijas, le resulta duro, frío, incómodo.
-Ándale cabrón, levántate; ya va a llegar la camioneta pa’ irnos al campo, se escucha desde fuera de la construcción hecha de polines y plástico que habían pepenado de lo que sobra después de cubrir los surcos; de esos que se usan para proteger la producción agrícola. Enojado se levanta, enojado se pone los huaraches y enojado le da una patada a su hermano poco mayor que él, que se está burlando porque su padre lo regaño. -¡Prefiero ir a la escuela! le dice retador a su padre cuando sale de la tienda de campaña improvisada. -¿Ah sí, y dime cómo? Esta temporada ya no llegaron las maestras, ni modo que te quedes aquí todo el día. ¡Ándale cabrón! apúrate, ya están “prendiendo” las camionetas.
Heriberto volteó a verlas con unos ojos que no dejaban duda que ese día, como el día de ayer y el de mañana, le molestaba tener que subirse en ellas para ir a la cosecha. El vehículo al que se iba a subir era el mismo que lo había traído de su pueblo, ¿Cuántos días había hecho? ¡Como un mes! decía con todas sus ganas cuando platicaban su viaje de siete días desde su pueblo hasta este campamento. La camioneta estaba lista, una “Fordcita 350”, que en algún momento de su vida llevó el color “rojo diablo” hoy no era más que un rosado blanquecino. Las redilas que habían sido blancas, hoy estaban desportilladas y rotas.
Uno a uno empezaron a subir a la caja, poco a poco se veía como los muelles de la camioneta cedían ante el peso, dándole una imagen extraña al tener la trompa más levantada que la cola. La familia del Heriberto fue una a la que les tocó subir en bola. Tuvo la suerte que les tocara orilla, era más “cómodo”. Más de veinte jornaleros agrícolas migrantes, junto con el Heriberto, brincaron hacía atrás aplastándose entre ellos cuando el chofer arrancó violentamente la unidad para llegar, “antes de que el sol nos gane”, al campo a donde se dirigían.
Entre tumbo y tumbo avanzaba la camioneta. Cada bache, cada pozo, cada hoyo y tope que se encontraban en el camino era pujado por el movimiento acompasado de los jornaleros que llevaban en ese vehículo de carga, peor que si fueran un hato de ganado. Lo que le importaba al enganchador era llegar a tiempo al campo “pa’ que el patrón no se encabrone”.
Antes de salir el sol llegó la destartalada unidad a su destino, sin importarle al conductor, una vez más, los que venían atrás. Bajó de la cabina de la camioneta y con un sonoro portazo anunció que se dirigía a la parte trasera. Después de pelearse con el cerrojo de las redilas, pudo liberarlos, no sin un dejo de coraje en el tono y en la cara. –Como siempre, diría el Heriberto, para después, en un tono copiado a los distintos capataces en los diferentes campos por donde había llevado gente como enganchador, les “enunciaba” que se bajaran y que cada uno escogiera un surco para empezar la extenuante jornada.
Ya había clareado; el amanecer se estaba estrenando cuando la escuchó. El sonido, como de un colmenar de abejas se acercaba. “Ahí viene”, decía y se tapaba los ojos, nariz y boca. Le desagradaba la sensación que le dejaba después de que pasaba. Se quedaba parado mientras la brisa pegajosa lo abrazaba y aunque no abría la boca, quién sabe cómo la garganta siempre le sabía amarga. Es la impune agresión de todos los días: Al fondo, en el cielo, la avioneta fumigadora volvía a tomar altura después de dispersar su veneno, para dirigirse a otro campo agrícola “a combatir las plagas”. Maldita la cosa que le importa a los pilotos intoxicar a los recolectores.
Al Heriberto no le gustaba ir al campo y menos éste, donde se les apremia a la jornada con el pretexto de darle vida al viejo mito de que “las manos de los niños sirven mejor que la de los adultos para ciertos cultivos, como éste”. Pero la manos de niño del Heriberto, por ser chiquitas, tenían que trabajar: El ardor se convertía en dolor, dolor que había comenzado como una comezón a los pocos minutos de empezar el trabajo en el surco. Las manos de niño empezaban a hincharse a causa de los ácidos del producto que estaba cosechando: Chingadamadre… me van a empezar a salir los mocos. La nariz empezaba a darle comezón. ¿Comezón? No, empezaba a reventarle. La irritación en las manos ya no se le quitaría en todo el día; sólo cuando dormía se olvidaba de su dolor que se despertaba con él cuando lo llamaban para levantarse al día siguiente.
¿Qué día era? ¿Viernes? ¿Sábado? -Ojalá sea sábado, el patrón nos da “carne” de comer, pensaba con hambre el Heriberto. Su madre estaba muy lejos como para preguntarle si faltaba mucho para almorzar. Miró el sol levantándose apenas, sí, faltaba mucho para almorzar. Cada vez que llenaba una cubeta de plástico de veinte litros, de esas de pintura, le costaba un esfuerzo grande levantarla para llevarla desde donde se encontraba hasta el Torton de veinte toneladas que tenían que llenar y que de ahí se iba “directito” a las Central de Abasto de Guadalajara, como decía su dueño, “para vender el producto”. El chofer-dueño platicaba con el enganchador que su compadre, el del Torton azul, va para Monterrey, y el de allá, el amarillo que es el del hijo de mi compadre, va para México.
El sol del mediodía empezaba a calarle, el sudor infantil corría por su frente, por sus mejillas, se le metía a los ojos y como lo hacía llorar pues más le ardían. Las manos de dolían, las tenía hinchadas. El hombro le calaba, se había “aventado” mal la cubeta y le venía lastimando. Sus pocos años de experiencia -que eran muchos- le permitían caminar por los surcos sin caerse. Cuando logró bajar la cubeta para descargar en unos huacales de plástico su carga para que se pudiera pesar y ya pesada la depositaban en arpillas de 50 kilos para subirlas al Torton. Cada vuelta y cada kilo lo llevaba bien marcado el enganchador para saber cuánto llevaba él y cada uno, -no fuera que le quieran ver la pinche cara, es que los indios así son.“¿Cuántas llevo?” preguntaba el Heriberto cada vez que depositaba el peso de su cubeta en la báscula para poder saber cuánto llevaba y en cuanto vendía su pedacito de vida diariamente. Ya no aguantaba las manos…y el hambre.
El almuerzo fue rápido, no podían darse el lujo de perder tiempo. Como no estaban cerca de su campamento tenían que encargar su “almuerzo” con “El Paisita”, que desde hacía rato ya se había dado a sí mismo el glorioso título de ser el que va por el almuerzo, pero que en el camino se queda con la mitad de lo que le piden. Cuando regresa en su bicicleta, lo primero que se ve a lo lejos es la figura inconfundible de una Coca-cola de tres litros saliendo del morral que viene en el manubrio de la bicicleta.
Como todos los días de “la vida” del Heriberto, éste había sido un día largo, pesado, tedioso. ¡Aunque era sábado! y trabajaban medio día, la esperanza de “comer carne” le llenaba el estómago vacío. Esperaba que el “patrón” llegara temprano. -Ahí viene, ahí viene. La camioneta “Hilux” negra con vivos plateados se acercó al campamento aunque no llegó. Con la mano levantada los saludó de lejos y en cuanto sus peones bajaban la comida -una olla de chicharrón de puerco barato lleno de gordos duros y una salsa verde picosa para mojarlo mucho y alcanzara para todos acompañados de tortillas dura que ellos tenían que calentar en sus planchas que algún día habían sido tapas de barriles de metal-, emprendió el viaje de regreso a su rancho.
A la mitad se acordó que llevaba el dinero de “la raya” para sus trabajadores. Con una mueca de disgusto: “Por pendejo, ahora a ellos les pago la semana que entra”. Y, ¿a dónde irían? No tenían donde, así que esperarían pacientemente al sábado próximo, “a ver si al patrón no se le olvida”.
El Heriberto, desde que llegó la camioneta con la comida no se le separó, emocionado veía como bajaban la olla “de carne” fría, como el otro que venía con el de la olla bajaba las tortillas frías y duras, y el tercero tenia la indicación de darles dos garrafones de agua para ellos que, como siempre, la mamá del Heriberto notó que venían abiertos. El Heriberto comió todo lo que pudo. Cuando se acabó, con una tortilla que se encontró en el plato de su hermana, le dio una pasada a los platos que se iba encontrando; el clásico patinador ¡Como le gustaba la “carne”!
Pero las manos le seguían doliendo, las uñas le ardían y las ronchas en los brazos le daban mucha comezón. Cuando oyó el grito de su madre, corrió. Siendo sábado le tocaba baño y no le gustaba mucho, “es que en el canal hay mucha gente, ’ amá”. Estaba dispuesto a defender su pudor infantil. Aunque era una defensa heroica, un jalón de pelos y dos manotazos maternos terminaban convenciéndolo de la necesidad de tomar un baño. A él le molestaba el “olor raro de los canales”, porque le recordaba la sensación que dejaba la avioneta al bombardearlos de fertilizante.
La tarde fue relajada, solamente interrumpida por los zancudos que, en cantidades considerables atacaban sin piedad a los habitantes de este campamento lleno de plástico y madera, de abandono y de tristeza. La noche llegó, las luces se apagaron. Se oían cerca las voces alteradas de los “grandes” que acompañados varias botellas de “vino” que les habían dejado los chalanes del “patrón” se dedicaban a darles mate, “porque mientras más rápido nos las acabemos, más rápido nos levantamos mañana”.
Al Heriberto le daba angustia que los “grandes” bebieran, porque después de que se retiraban empezaban a darse en el campamento gritos, risas, llantos, golpes a lo largo de la noche. Los ruidos de la noche se llenaban de ruidos de los humanos a él no le gustaban… Una lagrima nocturna rodaba por su cara… Lo bueno es que mañana es domingo y se podía levantar tarde… Y así, llegaba el sueño para cerrar un día más en su vida, como lo había sido antes y como el resto de la vida del Heriberto sería igual…Como el resto de su vida… ¡Ah como le dolían las manos! ¿Dónde está el médico que se las alivie? ¿Dónde los Derechos de la Infancia? ¡Grabados en preciosos pergaminos o escurridos entre la baba de los demagogos!
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