VOCES DEL DIRECTOR MOURIS SALLOUM GEORGE
“Dios bendiga a América” (Latina)
LA VOCACIÓN CALVINISTA de la sociedad estadunidense se sintetiza en la leyenda de sus billetes: En Dios confiamos. Mano sobre la Biblia, los políticos de la Unión Americana juran su compromiso patriótico y rematan sus mensajes: Dios bendiga a América. Siempre el nombre de Dios como coartada.
Con el menor porcentaje de aceptación popular que hayan logrado los presidentes de los Estados Unidos en los más recientes periodos, Barack Hussein Obama asumió su segundo mandato en enero. Algunos analistas en medios de comunicación de aquél país observaron que el discurso de Obama -a diferencia del pronunciado en su primera protesta-, fue ostensiblemente agresivo respecto de las facciones políticas que bloquearon sus iniciativas los primeros cuatro años de su ejercicio del poder presidencial.
En México, las cajas de resonancia electrónicas se gratificaron con las notas de color remitidas desde Washington, destacando sobre todo el show celebratorio. Apenas se dieron cuenta de que, durante la exposición del mensaje presidencial, en primera fila una de las hijas del mandatario bostezaba a mandíbula batiente, como para decir con juvenil aburrimiento: Ese choro ya lo conozco.
Sólo algunos comentaristas especializados atinaron a señalar que el discurso del Presidente reelecto fue para consumo doméstico, en cuyo caso los temas de la orden del día fueron los más impugnados por los adversarios políticos en el primer periodo: Economía y enfangadas finanzas gubernamentales, la iniciativa referida particularmente a la Seguridad Social y sistema de Salud, la oferta de la reforma migratoria para agradecer a los latinos su voto, y tentativa de regulación del mercado de armas para atemperar la protesta pública por la violencia homicida. Una evocación no pasó desapercibida: La dedicada a la memoria de Abraham Lincoln.
Privilegiando el mercado electoral interno, Obama dedicó apenas algunos enunciados a la política exterior y, por supuesto, casi le pasó de noche la relación de Washington con América Latina, a no ser para tratar de uncir a sus gobiernos al proyecto de la Alianza de Comercio Transpacífico a fin de contener la marejada asiática encabezada por China.
Hay quienes, desde el patio trasero, consideran positivo que Obama mejor ni se acuerde del subcontinente, como si tal disimulo fuera auténtico; pero la contraparte advierte que la omisión da por descontada la continuada visión imperial sobre su área de influencia, sujeta a democracias rigurosamente limitadas; esto es, las convenientemente alineadas.
No hay, pues, más alusiones a la buena vecindad, en cuyo circuito aparece México en primer lugar, atado por la fatalidad geográfica, lo que nos permite recordar que, si el republicano Abraham Lincoln es paradigma guía para el segundo periodo del demócrata Obama, aquél, granjero de Hodgenville (Kentucky), en su carácter de representante condenó, por injusta, la guerra de depojo de los Estados Unidos contra México en 1847. Poco consuelo, por lo demás, si nuestro gobierno sigue sujeto a compulsiones como la Iniciativa Mérida, que tanta sangre y luto ha costado al pueblo mexicano.
Algo hay de rescatable, sin embargo, del acontecimiento que tiene como centro de gravedad el Salón Oval de la Casa Blanca: Mientras Obama puso sobre rieles su ofensiva tratando de modificar la correlación de fuerzas políticas interna, el presidente Enrique Peña Nieto volvió sus ojos hacia el sur, viajando hacia Santiago de Chile para participar en la Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños. Ese gesto, de entrada simbólico, tardará en sedimentarse en su real dimensión en la estrategia diplomática conforme avance el sexenio.
Vale, para ese efecto, un ejercicio memorioso que para algunos parecerá nostálgico. En los históricos esfuerzos de la diplomacia mexicana soberana en pos de la integración latinoamericana, el presidente Adolfo López Mateos -que continuó una línea que dio prestigio a la Política Internacional de México- participó en 1960 en el impulso a la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), que encontró su soporte en el Tratado de Montevideo. Entre otros méritos, ese sustentó el liderazgo de nuestro país al sur del Río Bravo, hoy perdido.
Si ahora, lo que otros emisarios del pasado que aún cabalgan en el escenario nacional, pretenden celebrar, es el 20 aniversario de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, es cuestión de remitirnos a las consecuencias devastadoras que ese pernicioso lance de Carlos Salinas de Gortari ha hecho pagar a los mexicanos. De lo que se colige que hay de patriotas a “patriotas” que terminan en apátridas lacayos. La Historia grande pone a cada quien en su lugar: A unos en el pedestal, a otros en el basurero. No hay tercera opción.
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