Día uno después de las elecciones
DE NUESTROS ABUELOS es la sabia observación: “No por
mucho madrugar, amanece más temprano”. El contrapunto, invocando el mito
grecolatino de Saturno-Cronos,
permite a los clásicos advertir que “el tiempo no perdona”.
Enrique Peña Nieto, conciliador
CON UNA HERENCIA CALDERONIANA de barbarie, subyace en México
el peligro de ingobernabilidad, cuyos ominosos signos se expresan, en el llano,
en el creciente malestar social y, para los grupos dominantes, en una palpable
atonía económica, rayana en la recesión, que algunos especialistas en la
materia ven ya como regresión.
Con independencia de la semántica, lo cierto es que ha
transcurrido el diez por ciento del tiempo sexenal que le corresponde a Enrique
Peña Nieto.
El joven mandatario, desde el arranque de su mandato puso
una pica en Flandes, cuando cristalizó una vía de consenso político al
lograr la suscripción del Pacto por México que, sin embargo, adolece de dos
limitantes:
a) la
restringida participación social e institucional, acaparada por la
partidocracia, que sólo representa relativamente a los segmentos ciudadanos
votantes, y
b) la
recurrente amenaza de los dos partidos opositores participantes en el acuerdo
-PAN y PRD- de retirarse del mecanismo de negociación después de conocer los
resultados de las elecciones en 14 estados de la República.
El punto está en el segundo apartado. Aunque no les
faltan razones a las delegaciones opositoras ante el Pacto cuando denuncian la
intromisión de agentes de la administración pública en el proceso electoral,
resulta más que evidente que han esgrimido ese argumento para ejercer una
especie de chantaje en busca de refrendar algunas ya viejas concertacesiones, como la gobernación de
Baja California, desde hace 24 años en manos del PAN.
En ese sentido, a las intransigentes oposiciones
partidarias no les ha parecido suficiente el compromiso previo al 7 de julio,
refrendado por el propio Presidente, al emplazar al personal de su gobierno: ¡Fuera
manos de las elecciones!
El que se inició el 8 de julio es un periodo de prueba -de fuego, han dicho los perredistas-
para la civilidad democrática.
No sólo: Al margen de las condiciones presupuestales que
el gobierno entrante resiente en cada transición administrativa -habida cuenta
que los presupuestos anuales en esas circunstancias las determina con alto
grado de arbitrariedad el gobierno saliente-, el régimen electoral, aun cuando
se trate de comicios estatales, impone amarras a las políticas públicas,
particularmente al destino del erario público hacia los programas sociales.
La válvula de escape a la contracción económica radica en
la liberación de lo que se ha dado en llamar reformas estructurales.
Esa es una apuesta objetivamente incierta, porque las
reformas que el sector empresarial -especialmente el extranjero- considera
prioritarias, son las de carácter económico (reforma hacendaria, ya sobre
rieles la bancario-financiera), y particularmente las que involucran el sector
energético, con especial énfasis el petróleo que, en la contraparte, incita resistencias.
El tema petrolero es de suyo complejo, porque implica la
ecuación costo-beneficio. El Estado debe de ponderar los eventuales beneficios
de la privatización, contra los costos fiscales que tendrá que pagar el
gobierno, que dispone de finanzas altamente petrolizadas con la monstruosa
carga impositiva a Pemex.
A ese efecto, el peñismo,
que es objeto de acusada presión hasta
de algunos legisladores de su propio partido, está obligado a actuar en defensa
propia; legítima, le llama la técnica jurídica. Para hacerlo, tiene que
imaginar un nuevo diseño del Pacto, o sustituir éste si fuera necesario, para
ampliar el diálogo y la negociación con aquellos sectores excluidos en la
construcción original, indispensables para un consenso más universal.
Obviamente, no es esa solución un grano de anís. Pero
como diría el viejo: Si fuera fácil,
cualquiera lo haría. El asunto es cuestión para el estadista sagaz.
More articles by this author
|