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Semanas luctuosas
FERNANDO DÍEZ DE URDANIVIA
Si bien es cierto que la muerte siempre nos sigue y nos enamora con su ojo lánguido, como dijera el poeta José Gorostiza, de vez en cuando parece perder su ritmo y llenar su costal con familiares y amigos de todas las edades. La racha actual es de esa índole. A la partida natural de Manuel Esperón y a la sorpresiva de Eugenio Toussaint se suma la del prominente maestro que fue Enrique Jasso, de la que no muchos habrán de ocuparse.
El Maestro Jasso
Mi cercanía con Enrique se originó a través del egregio Juan D. Tercero y la Sociedad Coral Universitaria, de la que surgirían cantantes tan dignos de recuerdo como Milla Domínguez, que se fue demasiado pronto. Con ambos hubo lo que llamaría seguimiento amistoso, por un tiempo apoyado en el grupo vocal e instrumental que el violinista Hermilo Novelo, entonces repetidor de concertino en la Sinfónica Nacional, donde pronto sucedería al principal Franco Ferrari, presentó con éxito señero en el restaurante-bar Camichín del Hotel Alameda, en un dechado de profesionalismo que borró fronteras musicales.
En las principales instituciones y en forma particular, Jasso dejó huella docente imposible de borrar. Nuestra postrera colaboración tuvo lugar en Guanajuato, durante el Festival Cervantino que celebró a Verdi. Organizada una mesa redonda sobre el compositor italiano, fuimos convocados la soprano Irma González, el insigne organizador Rómulo Ramírez Esteva, Enrique Jasso y quien todavía puede escribir estas líneas. Fue amarga experiencia que se inició en el viaje, los alojamientos y la organización general, producto de la burocracia.
100 años de vocación.
Cuando llegamos al salón donde hablaríamos, en las butacas vimos al público no muy nutrido que formaba una sola persona. De otra zona del edificio salían las voces de un coro. “No te preocupes”, me dijo Enrique e hizo mutis. A los pocos minutos volvió a escena con todos los cantantes, alumnos suyos, y además algunos amigos. La velada fue un acontecimiento.
Rómulo partió primero, después Irma y ahora Enrique. Con ellos se ha ido una porción muy importante de nuestra historia operística, y casi me remuerde aprovechar a Jasso para cumplir con la evocación de los años en que la difusión musical en México estaba en manos de profesionales involucrados, y congregaba públicos auténticos que no llenaban espectáculos para efímeras masas, ajenas a nuestras tradiciones.
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¿Vivimos en una Patria?
Basta con cruzar la frontera de las seis décadas para que nuestra vida, aunque buena en cuanto a la salud, se convierta en un tribunal donde se juzga el entorno. La adhesión al pasado y el miedo al porvenir forman nuestra fiscalía. La realidad externa y la ilusión íntima montan un escenario con actores que mucho nos cuesta aplaudir. Lo grave viene a ser que día a día se incrementa nuestra severidad, se deteriora la tolerancia, y nuestro lado sensible parece enclaustrarse en un recinto sin puertas.
Expresiones artísticas; avances científicos; modalidades financieras y hasta variantes alimenticias, pasan por una báscula que se resiste a marcar cifras superiores al cero. En la duermevela de las madrugadas nos flagelamos -como diría la China Mendoza- queriendo cambiarlo todo con nosotros en punta.
¿Cuánta razón tenemos y cuánta nos falta? ¿Es todo inaceptable, o debemos cerrar nuestra boca de jubilados sin pensión? Un breve viaje por el centro del país fue ocasión para poner ojos y manos sobre una realidad medio amable y medio áspera. Los escenarios fueron Aguascalientes y Querétaro. El pretexto, la presentación de libros y de discos.
Maestro Víctor Sandoval
La primera ciudad me ofreció su mejor cara, pues estuve rodeado por la flor y nata encabezada por Víctor Sandoval que ha sido el poeta promotor de la cultura local y nacional. En Querétaro el panorama fue desigual. Por una parte una atmósfera de arte y por la otra un ambiente citadino enrarecido, que no pude entender hasta enterarme de que había caído en las fechas del cambio de la dirigencia nacional del PRI.
Calles, parques y avenidas llenas de policía que no cuidaba de la seguridad ciudadana, sino de una toma de posesión que al pueblo le importaba muy poco. Hombrones de impecable traje negro y riguroso celular que todo veían con mirada de sospecha y daban vueltas y vueltas por el centro de la urbe, como si buscaran algo que no podían encontrar.
Llegó la hora de tomar mi taxi hacia el autobús. Al volante, una persona mayor que comienza una charla centrada en su invalidez patente y su reprobación de lo que ocurre. Me muestra la autopista hacia México, tomada por la política y convertida en gran estacionamiento de ciudadanos que consumen su gasolina y su tiempo.
La media hora del desviado camino es suficiente para que el taxista me muestre su pierna, su brazo y su ojo inválidos mientras me dice que jamás ha recibido nada de las ayudas oficiales prometidas y en cambio tiene que hacer maromas para que no le saquen lo poco que gana. Su conversación me hace ir olvidando el propósito cultural de mi viaje en la medida en que pienso: éste es mi verdadero país.
Como entiendo que estas palabras queretanas no saldrán de ese automóvil, cuando vuelvo a mi casa, me siento a tratar de reproducirlas a nombre y representación de los millones que cada vez me parece más hiperbólico llamar compatriotas.
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