RETOBOS EMPLUMADOS
Crónicas de a cero
PINO PÁEZ
(EXCLUSIVO PARA VOCES DEL PERIODISTA)
Las personas se cosifican y las cosas se apersonan en la superficie hormigueante de las calles, atrás de la cárcel de vitrinas, en perros y gatos callejeros que arrastran su libertad en los patíbulos cotidianos de la intemperie. Objeto es la hipocresía de los sinceros, de los sin ceros a la derecha pese a decir que son de izquierda o desovar en la tibiecita sinceridá del centro.
1er. cero a la izquierda
Es una mujer intensamente pálida, tanto... que simula haberse incorporado el ámbar, o tallarse de túnel y membrillo la tez. Posee la hermosura triste de la anemia: poliedro en la faz, dolientes pinceladas de cubismo, nariz pequeñita y tan recta cual disparo que olfatea, ojos descomunales en una belleza de humedad, como si albergaran un quieto manantial.
Viste un andrajo de una sola pieza y calza unos zuecos viejísimos que lloriquean aserrín y en cada paso musicalizan la muerte de los árboles. Taciturna efigie la suya desplazada a diario por La Merced. Su caminata es pertinaz, aunque mayor persistencia hay en la fatiga. Se recarga erguida en paredones de San Pablo, a la espera de que un cliente pío la fusile, que le descargue toda la balacera del mar.
Peculiar Musa del Zangoloteo que mira todo en las inminencias del llover. La respetan las otras Doncellas del Talón, jamás le disputan un regateador de la sacramental heridita de las diosas, ni se apoyan en el muro donde aquélla estuvo, intacto le dejan el cargamento de las paredes que oyó Ruiz de Alarcón y la grafiteada gritería de las consignas.
Los mismos faunos que transitan en celo, frente a ella tartamudean: ¿Cuuuu-ááánnn-ttto/ po-ooor/ qqque/ mmme/ dddeee-jjjes/ moooorir/ ennn pppez? Más que una meneadora negociación mercantil, los andarines-garañones anhelan su mismísima defunción, fenecer no en paz pero sí en pez, en la samaritana redención de aquel estuario.
Ese femenino matiz casi pleonástico de lírico lirio, esos senos perpetuamente preliminares, que apenas asoman la timidez de dos caniquitas ¿podrían convocar al más sabroso de todos los pecados? o ¿en lugar de marítimos fusilamientos tras el alquiler de los pujidos... sólo se jadea un teosófico ceremonial? o ¿tal vez la demacrada tonalidad no procede de ayunos involuntarios, sino de la humanística contextura de una flor amarilla que refleja el aroma de un enjardinado cielo por descender? o...
2do. cero solitario a la derecha
Este cronicado es igualmente raro, aunque a diferencia de la mercedaria de arribita, carece de ambarinos tintes en el perfil y nada más en Reforma es su deambular. Se trata de un hombre de treinta y tantos, a lo mejor cuarentón, trajeado con un casimir que ya se le achaparró, una corbatita más morada que la asfixia y unos zapatotes que lagartean de tanto temporal.
La similitud entre una y otro estriba precisamente en la rareza de callejear: aquélla sostiene muros con todo y la pesadez de sus leyendas, y éste asedia estatuas no para desalojar pedestales, exiliar pétreos y broncíneos próceres con toda la esculpida gravedad de las esdrújulas, sino para encaramarse más allá de los ferrosos hombros de las glorias nacionales o la empalomada testa de los santos, sin caer jamás en traición o sacrilegio.
No es el iconoclasta obsesionado en pulverizar el yeso de los santuarios, tampoco el obseso que amontona heroicidades en los purgatorios de la chatarra. El sólo busca subir a las hombreras de cualquier adalid, correr de la testa heroica a los diarreicos pichones, y posar grandezas en la cima de la escultura, sin obcecarse en su rol de escalador.
En un parquecito situado en los inicios de Reforma la hizo de alpinista sobre la metálica imagen de Pasteur y, a horcajadas del científico, peroraba que la rabia continuaba muy espumosa en las encorajinadas comisuras de un poeta a quien los astronautas le birlaron los guiños de Selene.
Una temporadita más breve que un estornudo estuvo fuera de su singular excursión, al pretender llegar al Ángel de la Independencia -no en pesera o metrobús- ¡ascendiendo por la base sanmigueliana que gariboleó Antonio Rivas Mercado, elevándose a guisa de concursante en palo encebado, o cual levitante recolector del fruto más delicioso en la sacramental expedición hacia el guayabo!
La autoridad lo retuvo un ratito por “faltas administrativas”. Luego de dar la multa venadeó lo más envejecido de una nochecita, se parapetó entre los misteriosos silbidos de tanta sombra... Y subió acezoso con el hostal en apertura de su cremallera ¡por los heladísimos encantos de Dianota! Cazó a la Cazadora al precio de una constipación, la lengüeteó paladeando la ninfomaniaca delicuescencia de la herrumbre!, ¡cómo se hidrató de ferrosa milagrería en los pechos de la diosa! Y una vez exprimido de pecados, en paz y en pez, disertó acerca de los bosques donde aquélla reina desde las vigilancias del metal, reía con labios mojadísimos por un calostro de ferretería, burlándose del ex de PEMEX y vitamínico sazonador del chapopote, Jorge Díaz Serrano, cónyuge de la modelo (Helvia o la suculencia personificada) a la que nuestro transeúnte poseyó con apasionada verticalidad y después encalzonó ¡con sus propias trusas!, tal cual hiciera la esposa del presidente Ávila Camacho: doña Soledá, quien le puso a la encueradísima deidad unas pantaletotas del tamaño de una casa de campaña y un brasier como de lentes para elefante; la señito Cholita vedó a los veedores de la descomunal ranurita de la provocación; durante el plazo que ocupó su catolicísimo maridito en Palacio Nacional, salvó a los citadinos de condenarse fisgoneando el horizonte anaranjado de la Olímpica. Nada de pecados al garete, solamente a la vista una silueta bien empantaletada en su perspectiva casi monjil, apuntando flechadora hacia los ojos del fauno... la absolución de todas las cegueras.
El montañés de esculturas -a diferencia de doña Soledá- no pretende díscolamente tapar el pubis acerado de Dianita-Dianota, tan sólo busca impedir que otro ascensorista encuentre sin muralla la veredita... y se acople pujador a la férrea monumentalidad de la hermosura.
3er. cero al centro multiplicado en la nada de su alud
Hay un peatón larguirucho que para sí reivindica la potestad del cero; céntrica igualmente su caminata, se desplaza en los andurriales de Arcos de Belén e Izazaga con sus dedos ocupados siempre en bisbiceante conteo que invariable culmina en la terminal del cero. Cero es su murmullito. Cero su descubrimiento. Cero el tren que jamás se descarrila. Cero su inquino musitar contra los mayas que con el abuso de la antelación lo han plagiado.
Otros rumores a su vera farfullan que enloqueció por tanto número embodegado en el grisáceo material de la cocotera; de tanta sumatoria acabó sumido, chismorrean versus un matemático empecinado en hallarle al cero lo que ni la ciencia maya halló: un desgajamiento, un derrumbe en la solitaria epidemia de su redondez.
En ocasiones se aparta de sus murmullitos y con claridad para nadie (o para todos) discursea, escalona una tesitura de orador recitando que el cero brota parejito en los pectorales de una doncellita o asoma rotunda la bondad en pechos de matrona, que harta vida ofrenda a sedientos de cualquier edad. Filosofa que en los cuencos de la humanidad está el cero reiterado: en la boca que bosteza, un cero se atunela; en los merodeos de cada tímpano, el cero escucha a la cera en un maridaje de sorderas; en el ombligo el cero es testimonio y cicatriz de la debutante lloradera; en las fosas nasales el cero aspira lo absoluto de la nada; en el mirar desorbitado, el cero multiplica la re-visión de su astrología; en el anatematizado agujerito posterior, el cero despavorido se agazapa en la profundidad de su escondrijo.
Encontró finalmente al cero multiplicado en la nada de su alud, durante un reciente atardecer de granizada. En las afueras del Centro Escolar Revolución, con los brazos extendidos en cruz y sus manos en jícaras mutadas, como si mendigara lo más endurecido de la nieve... desafió a su propia desolación a enumerar el cero-granizo que lo descalabraba, era un Neptuno vagabundo en el sacrificio del alud, de la caída imposible de registrar en ninguna sumadora: el cero repetido en el guarismo de su frialdad. Lució sangrante un sombrerazo de piedras marmóreamente perentorias, más blancas que la lividez de cualquier espanto, redondas y abultadas en el localizado embarazo de la nada.
Cesó el granizar pero no el descubrimiento. La totalidad de la nada aparecida, reaparecida, desaparecida en mil charquitos o en el grito de agua de las gárgolas o en el alud líquidamente liquidado rumbo a la tumba de su alcantarilla... El descubridor chapoteó jubiloso la extinción casi absoluta de los números, sólo el cero redivivo, gordo de todo y gordo de nada, en la permanente extinción de lo absoluto.
Luego de las místicas cuantificaciones del alud, el empapadísimo y alargado ser, fue a festinar su hallazgo acompañado por la calenturienta cachondez de su pulmonía.
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