RETOBOS EMPLUMADOS
PINO PÁEZ
Del Alabado al blues en un solo recorrido
(A Julieta Gallegos, sabedora que en la memoria no caben cementerios)
De templo en templo
La iglesia, cualquiera, del credo que sea e incluso sin credulidad alguna, suele ser refugio cada que el cansancio es de índole diferente a la fatiga; un hombre solo cuela en ella la totalidad de su abandono... cuando nadie oficia nada, en momentos de portón abierto y ausencia de feligresía, entra la individualidad completa en su tumulto, con todos los huesos amontonados en el desbarajuste de una sola escalinata.
Dos interiores en el vacío
Uno a descansar se adentra sin religión ni sacrilegio, reposo es la pauta sin atriles, absorber nada más una pizquita de soledad iluminada... y adquirir la impresión de que desde mi propia muerte, ahora solitaria en primerísima persona... reflexioné sobre el recorrido atestado por un solo vagabundo, sin otra meta que circular, una y otra vez guardando lo que se ha sido y lo que nunca se fue... sobre venas antiguas de hojarasca y sentir absolución absoluta, incrédula, en desértico solar con fragancias de madera, de incendio apaciguado, de muy viejo vinil que huele a arte y lejanía, sin pensar siquiera en esa muerte suplantada, aspirar únicamente los vacíos... y salir con la íntegra recuperación del desaliento a continuar sobre las brechas del hastío, mientras las brasas de un sol despiadado miran y queman con el fragor de su rutina.
A uno después en el templo la soledad se le acumula, como me ocurrió en el inicio de la conjugación personal en la hundida parroquita por la Santa Veracruz, alguien algo de Bach interpretaba desde un órgano apartado de la vista; un palomar distinto al de la fachada, se anidaba en una inmensa reinstalación de pedestales, con ojos plenos de agua y de palabras y alas de luna inquieta, que simulaban aplaudir su mismo desmoronamiento en resplandor.
En Chiapas uno escuchó lo que en tzotzil me canturreaba en acapela una tesitura grave y delicada, como si de lo más profundo de la hermosura del Sumidero trajera completita la redención, aunque se creyera en todo o no se creyese en nada, la tonalidad colmaba de indulgencia. Pese a carecer de imágenes, la entonación poblaba de milagro los vitrales.
Uno escapaba antes de la misa y la homilía; exento el huir de blasfemia, sólo resquemor a los oradores, a la liturgia, al vino sin compartir, a la mímica que intimida con los acaecimientos de un despeñadero, que amenazaban con aplastarme dos interiores en el vacío.
Bajo una bóveda la humedad se mitifica
En una capilla en Mazatlán, erigida en honor de una divinidad a la que acuden pescadores y poetas, uno introdujo la plenitud de aquel cansancio, luego, invisible, se desplegó algún canturreo y un trabajador del mar envuelto sin trampa entre sus redes, hincado abrigó el semblante a sus latidos, en tanto hacia mí, con la claridad de un oleaje, un poeta declamaba ¿o reclamaba? una versificación en las graduaciones del murmullo: “Con cuáles manos piensas recoger lo que nunca has pensado/ acaso pretendes desbrozar un manantial de la sequía/ e inquirir después a los juglares/ cómo deducir lo que jamás irrumpió de tu madriguera”. Quise virar para que me explicara el significado de su breve recital, pero temí la respuesta consabida: la poesía se aprehende... o se desprende, y uno se queda sin cicatriz ni encrucijada.
En el sagrario mazatleco había una bóveda descomunal, parecía interminable, como si la cúpula rebasara los linderos del relámpago y uno abajeño a buen recaudo quedase del vértigo en las alturas. Hasta que icé la mirada en aquella dimensión, comprendí, o mejor dicho sentí, los decires de aquel poeta, intuí que de la cosecha impensable yo me llevé la sensación de mi vorágine.
Y la humedad sin salitre, sin cuarteadura, sin goteras, desde arriba deslizaba un bálsamo de astrología quebrantada, inexplicable pero restauradora de lo que en efecto nunca uno hubo imaginado... y percibí del puerto un aletear de pañuelos erguidos en maizal y el pitar de un barquito envejecido que me volvía a llamar, en tanto yo deletreaba mi autobiografía en apisonados renglones de mi arena. En un templo en Mazatlán, supe que bajo una bóveda la humedad se mitifica.
Alabado sea el pulque sin blasfemia
Uno se entera por los suyos lo que bulle en la privacidad de los pretéritos, mi madre me ilustró acerca del Alabado, del colectivo cantar durante las preparaciones del neutle, del símbolo de oración con que se revela y se rebela coral la insurgencia.
El vocerío, mamá me informaba, corría puntual en lloviznita que sólo el trovador logra descifrar en una mojadura. En muchas poblaciones del país, el Alabado crecía en misterio y decibeles, de la gotita musitada que se oía similar al viento calmo que roza de paz a los trigales... aumentaba en cántico grupal de granizada, la Revolución se aproximaba y la tempestad sin metáforas se desplazaba hacia otro cancionero.
El Alabado ya no se constreñía a menesteres de tlachique, se trepaba sonoro al ferrocarril o descendía de los cerros en sincopada catarata de gentío, Alabado también se guarnecía en la cúspide un eco, Alabado sea el pulque sin blasfemia.
Del gospel al blues en una sola caminata
Cuando los años y el esqueleto todavía no se me amotinaban en torcedura, crucé la frontera empapado de bravura por el río. Sin secarme aún el memorial, uno entiende que el Alabado también se tararea tumultuario con otro revelar y otro rebelar. Lo escuché con los míos durante la pizca de limón en California y con los míos también en las texanas faenas del algodón. Negro e indio soy en una sola anatomía y mojado en mi propia sequedad de peregrino... escuché a los míos sin más papeles que sus voces congregadas en un corrido, también a la chicanidad y la negritud les palpé los cánticos durante lo inexplicable de mi travesía.
En un angelino edificio descomunal, en el “down town”, en el mero centrito de Los Ángeles, donde se afirma que tales mensajeros tienen por sexo un domesticado manojo de centellas... uno atisba la tienda de ropa Harris and Frank con el rostro arribeño en pos del rascacielos, allí subí a trabajar de planchador sin ningún doble sentido, a planchar vestuarios recién confeccionados. Allí, en ese piso de vapores y máquinas de coser, conviví con muchas costureras negras y chicanas y muchos planchadores negros y chicanos. Allí escuché por primera vez la Melodía a Lucy González, en un inglés quedito y acompasado de chicana-negritud, mientras laboraban el canto fluía bellísimo y bajito, diríase que traído de lo más profundo de un remolino de cristal.
Tenía información maternal del blues, esa tristeza entre laberintos de algodón, ese otro Alabado que entre claves igualmente sincopadas, emanaba una rebelión con aquella arremolinada gravedad. Pero acerca de Lucy Gonzáles fue la primerísima ocasión que vi y escuché unitaria negritud y chicanidad. Más tarde conocería el vínculo antisegregacionista y libertario de los chicanos Brown Berets o Boinas Cafés y los Black Panthers o Panteras Negras... pero que una mujer aglutinara su nombre en un sembradío de gargantas...
Una chicanísima zurcidora me tradujo Melodía a Lucy González: “De Morelos y Pavón y de Vicente Guerrero hermosa y guerrera pavoneas tu matiz/ mitad india y mitad negra/ cómo luces el despertar de la crisálida/ en la cartografía de tu faz...”.
Me enteré que la progenitora de Lucy era negra, mexicana y esclava... “propiedad” de terratenientes en Texas en decimonónicos prolegómenos... y su progenitor indio de la Unión Americana. La experta en puntadas superiores al ingenio, ilustrábame que González no figuraba en arboladas genealogías, sino el Gather “seguramente apellido de los amos nada paternales de mamá”.
Probable era que Lucy asumiera el GonzáleZ no sólo por ser su madre oriunda de México, sino por la connotación del nombre tan chicano (por ello así bautizarían al “Speedy” en veloz caricatura); esa mulata hermosa como la canción que le destinaron, enfrentó a los racistas desde un anarquismo que mucho tenía de Marx. Se casó clandestinamente con el gran Albert Parsons, uno de los mártires de Chicago, secreta la boda porque la jurídica gringuería aplicaba la miscegenación, la “pureza racial”, acto ilegal fue aquel matrimonio de negrindia con anglosajón, escándalo y persecución de la autoridá que sólo permitía combinaciones en jaibol.
En una hemeroteca pequeñita de los “Brown Berets”, leí textos de Lucy González (con ayuda en la traducción de los chicanísimos carnalitos), su convocatoria a una huelga general, la batalla interminable contra el prejuicio, contra el explotador, contra el imperio en su propia entraña en paráfrasis martiana. Impreso estaba su rostro bellísimo de atardecer en cafetales... y laico me sumergí en mi propio templo al descubierto... y con la voz atragantada canturreé Melodía a Lucy González.
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