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El Pacto de marzo y la
Libertad de Expresión
Desde que -en 1977- se impulsó en serio una Reforma Política en México, que incorporó en el artículo sexto de la Constitución la obligación del Estado de garantizar el Derecho a la Información, ha permanecido latente en la agenda nacional la cuestión de la relación medios de comunicación-Estado, no allanada cabalmente cuando, a instancias del Grupo Oaxaca, durante el sexenio 2000-2006 se promulgó la Ley Federal de Acceso a la Información Pública Gubernamental, que creó el Instituto correspondiente para su operación.
El Derecho a la Información, elevado a rango constitucional hace más tres décadas -pero carente de reglamentación a falta de una ley secundaria siempre aplazada por la resistencia sobre todo de las empresas concesionarias de medios electrónicos-. se sintió durante ese periodo como una latente espada de Damocles sobre los practicantes de la Libertad de Expresión, algunos remitidos a sanción por los códigos civiles.
En cuatro sexenios consecutivos, cada presidente de la República promovió su foro de consulta sobre la relación medios-Estado y, no obstante opiniones mayoritarias sobre su inaplazable conceptualización e instrumentación, las conclusiones siempre favorecieron el criterio de poner a salvo de coacción gubernamental el ejercicio periodístico, a cambio de la autorregulación de las empresas y profesionales de la comunicación, mediante la adopción voluntaria de un código de ética.
Al debatirse hace seis años la llamada Ley Televisa en el marco de revisión de las leyes de Telecomunicaciones y de Radio, Televisión y Cinematografía, el tema alcanzó su más elevada curva por la intervención -en un caso de controversia constitucional- de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que hizo observaciones a las reformas cuestionadas, sin que hasta la fecha sus recomendaciones se hayan sustanciado por el Congreso de la Unión, si bien algunos aspectos relacionados fueron reorientados a la legislación electoral, asunto también llevado a litigio.
Al implantar la actual administración el Estado de guerra contra el narco, el primer secretario Gobernación del sexenio, Francisco Ramírez Acuña y los titulares que le han sucedido en el cargo, han hecho objeto de presiones a los medios de comunicación, imputándole en algunos casos desde la apología del crimen hasta complicidad con la delincuencia organizada, y exigiendo incluso cambiar su política editorial para privilegiar las “buenas noticias”; para el caso, las acciones de gobierno. En la lógica de la zanahoria y el garrote, mientras tanto, las presidencias del PAN ampliaron el poder de los usufructuarios de concesiones del Estado, otorgándoles nuevos y discrecionales privilegios.
Por fin, el pasado 24 de marzo -después de que durante 2010 se ofrecieron espontáneos para desempeñar el puesto de comisario de medios-, un importante grupo de empresarios y empleados, predominantemente de medios electrónicos, anunció un pacto por el que se comprometió a impedir que los delincuentes sean presentados como víctimas o héroes, a no justificar las acciones y argumentos de los criminales, a evitar el lenguaje y terminología de los transgresores, a condenar la violencia motivada por la delincuencia organizada, etcétera.
Algunos canales de televisión, sin embargo, no variaron su línea noticiosa sobre la barbarie cotidiana. Otros, principales promotores del pacto de buena conducta, de su lado, omitieron o matizaron los diarios sucesos de violencia, pero mantuvieron en su programación series que de la manera más descarnada presentan hechos similares, “pero novelados”. Es el caso de Televisa que, a los pocos días de aquel acuerdo, empezó a trasmitir La reina del Pacífico, que tiene muy poco de ficción y sí de bastante encanto, según las caracterizaciones de los personajes, sobre todo los femeninos.
Particularmente esa serie dio pie a que el subsecretario de Normatividad de Medios de la SG, Héctor Villarreal pronunciara, no una declaración de censura, sino “una observación” que, pareciendo benigna según el tono empleado por el funcionario, revela el estado de ánimo del gobierno -enervado de por sí no sólo por la resistencia del crimen organizado, sino por las reacciones sociales tras cada suceso trágico-, frente a lo que considera una traición al compromiso asumido por los medios pactantes, lo que pone en duda la voluntariedad del acuerdo de marzo.
La moraleja neoliberal reside, no sobre la libertad que la empresa privada se da a sí misma para gestionar y administrar las ganancias que le genera un bien público; sino sobre la adopción, libre o compulsiva, de compromisos que se pretenden de carácter universal aun para los no firmantes, y en los que, finalmente. la voluntad de Dios ha de hacerse sobre los bueyes de mi compadre. Como sea, en la eventual airada reacción gubernamental, el riesgo es que paguen justos por pecadores; entre aquellos, los que no apostamos la Libertad de Expresión como moneda de cambio.
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