Al este del paraíso
JORGE GUILLERMO CANO (Exclusivo para Voces del Periodista)
LOS ÁNGELES, CALIFORNIA. El Skid Row, apenas a unas cuadras del World Trade Center y del City Hall, es como un presagio, o la advertencia que aún no contiene todos los elementos del drama que prefigura y que, el temor ocupa lugar, sería peor.
PARA INTELECTUALES epígonos del self made man, del sueño realizable al alcance teórico de todos, del american dream que encuentra, todavía, emocionados adherentes en donde esa realidad no llega (y lo que buscan quienes vienen es una figuración) el Skid Row es lección plástica: si no atiendes las reglas del sistema, aquí llegarás. Si lección es, entonces el fracaso se relativiza, se convierte en parte del juego y, en suma, no se acepta. El sistema tiene sus altibajos, el skid row no es destino general, dicen. El llamado “barrio bajo” se ubica al este del ostentoso Distrito Financiero y del Centro Histórico, abarca 150 manzanas entre la calle Main, al oeste, la Tercera, al norte, Alameda, al este, y la Séptima, al sur, pero los límites son relativos. Oficialmente, el Skid Row (la fila de los caídos, los que patinaron) se denomina Central City East y dentro del área que ocupa habitan más de cinco mil personas sin hogar (homeless), según estimaciones oficiales, que delimitan su espacio con cajas de cartón y tiendas de campaña.
En el vicio y la dispersión, el origen
Los terrenos donde hoy está el Skid Row eran agrícolas y con la llegada del ferrocarril, alrededor de 1870, se instalaron industrias. La afluencia de trabajadores temporales y ferrocarrileros hizo prosperar hoteles, bares y prostíbulos. Hacia 1930 se había configurado la fisonomía del área cuyos rasgos aún se pueden observar en el viejo barrio industrial.
Los primeros asilos, refugios y misiones, se remontan a esa época, cuando los efectos del vicio y la dispersión social comenzaron a impactar a la población de la zona. Después de la segunda Guerra Mundial y, con mayor impacto, de la guerra de Vietnam, soldados veteranos nutrieron la población del Skid Row. En los años recientes, después de la recesión económica de los 90 en Estados Unidos, y las que han seguido con pérdidas de empleo y casa, al área llegaron familias completas para aprovechar la ayuda de las misiones. Actualmente, en el Skid Row se permite acampar y dormir de las 9 p.m. a las 6 a.m. y está prohibido hacerlo fuera de ese lapso de tiempo, pero esa ordenanza ha sido ampliamente rebasada por la realidad. Los homeless ocupan las calles durante las 24 horas del día.
Entre el rancho y el East
Al sureste del centro se ubica la ciudad del Este de Los Ángeles. Ahí se expenden tamales, tacos de pancita, birria, barbacoa, pan de dulce, capirotada, aguas frescas y piñatas. En el east, casi el 90 por ciento de la población es mexicana, o de origen mexicano, y cerca del 30 por ciento de las familias que lo habitan están por debajo del umbral de pobreza, según el estándar estadounidense, con ingresos menores a los 20 mil dólares anuales (oficialmente el límite es de 24 mil 343 dólares para una familia de dos adultos y dos niños). Según el censo del 2010 en Estados Unidos, en el east el primer idioma es el español, hablado al menos por el 89 por ciento de sus habitantes. El Departamento de Policía de Los Ángeles tiene identificadas 32 pandillas (gangs) en el east, entre ellas están los “Arizona Maravillas”, la “clica los primos”, “Juárez Maravilla” y “Maravilla Rifa”. De unos años a la fecha la influencia de las gangas ha disminuido, asegura Miguel Ángel González, “pero cuando no se tiene trabajo, ni se puede ir a la escuela y no hay ingresos buenos, la tentación de la pandilla es muy fuerte”.
Partiendo de cero
En la actualidad la mayoría de los indocumentados que llegan al área de Los Ángeles son relativamente jóvenes, entre 15 y 25 años de edad, en menor proporción parejas y familias pequeñas. Quienes no tienen contactos a su llegada recurren a caseros que les rentan viviendas en mal estado, departamentos de una recámara, normalmente sin mueble alguno; dejan un depósito y cubren mensualidades que varían por lo general entre los 300 y los mil dólares.
Aparte, deben cubrir el costo del gas y electricidad. Mientras se resuelve lo conducente, o que el casero se haga cargo del trámite, previo pago, los recién llegados pueden pasar semanas consumiendo comida de lata y sopas instantáneas. Los adultos logran encontrar trabajo relativamente pronto. Los hombres en la construcción, jardinería o de cargadores, y las mujeres en maquiladoras de baja escala que pululan en el área; ambos, en la industria restaurantera que en Los Ángeles ocupa a casi 300 mil trabajadores.
Abusos, la constante
Es de sobra conocido que muchos empleadores no cubren su salario a los indocumentados, o lo reducen significativamente, bajo amenaza de denunciarlos a la migra. Incluso en los trabajos más estables los abusos están a la orden del día. Entre quienes más abusan son señalados patrones de origen mexicano, “desgraciadamente son los peores”, afirma Miguel de Jesús Ochoa, residente del east desde hace quince años. El año pasado, la organización Centros Unidos de Oportunidades en Restaurantes realizó un estudio que evidenció la segregación ocupacional y la discriminación que sufren los indocumentados. Nada nuevo, en realidad.
Asimetrías insultantes
El salario base mínimo de los trabajadores que reciben propinas (tips) en los restaurantes es de poco más de dos dólares la hora, no cuentan con cobertura médica y sus horas extras no se cubren de acuerdo a la normatividad. En general, los ingresos de los indocumentados, según diversos estudios, apenas alcanzan para cubrir las necesidades más elementales.
El salario mínimo federal en Estados Unidos es de 7.25 dólares por hora, pero varía entre un estado y otro. En California es de ocho dólares por hora de trabajo. La industria restaurantera de Los Ángeles obtuvo ganancias, en el 2007, de cuatro mil 700 millones de dólares, y se estima que este año superará los cinco mil millones.
La ley, letra muerta
Según la ley, en Estados Unidos cualquier trabajador, aunque no cuente con permiso laboral, debe estar protegido, con la salvedad de que no sería indemnizado por desempleo. En la práctica, eso no opera. Mujeres indocumentadas que encuentran trabajo, por ejemplo, en la maquila de joyas de fantasía y objetos de ornato de bajo costo, reciben de cinco a siete dólares por hora, tres días a la semana, y sus jornadas pueden ser de cinco de la tarde a 12 de la noche, pero no les cubren el extra por horario nocturno. Los empleadores saben que sus trabajadores indocumentados no presentarán queja alguna y que se dan por bien pagados con el trabajo en sí. No es creíble que las autoridades laborales, que realizan inspecciones periódicas, no estén al tanto de la situación, afirma Ochoa.
El signo de lo incierto
Los indocumentados representan un excelente negocio para abogados (en su mayoría de origen mexicano) que en Los Ángeles se dedican a trámites migratorios. También para defensores que luego de pedir cooperaciones económicas (para mantener la lucha, dicen) desaparecen sin dejar rastro. Como la esperanza muere al último, muchos ilegales invierten buena parte de sus ingresos, de por sí raquíticos, en procurar su legalización, la green card (tarjeta de residente permanente, con permiso de trabajo) primero y luego, cinco años después, si las cosas marchan bien, la ansiada naturalización. Sin embargo, la realidad ocupa su lugar y cada vez son más quienes deciden, de plano, regresar a su país, México, el mismo que no ha sido capaz de proporcionarles la oportunidad de una vida digna. Aquí, el espejismo ya no alcanza y “la verdad, ya no sabe uno para dónde”, dice Miguel. Los caminos se cierran.
Esta dirección electrónica esta protegida contra spam bots. Necesita activar JavaScript para visualizarla
More articles by this author
|