RETOBOS EMPLUMADOS PINO PÁEZ
Cronicario de dos certerísimas premoniciones
El oráculo suele adivinar ajenos devenires en el mágico azar de la chiripa. Tlacaele, el gran maese augur que utilizaba al cielo de párrafos y lectura, le advirtió a Moctezuma Xocoyotzin -El Jovenazo- la devastación venidera entre cuacos, pólvora y viruela... empero el emperador, en sordera de homofonía, no quiso oír, tenía orejas y pensamientos copados por un penacho.
Se te caerá un pájaro sin alusiones al albur
Isaú Quintero de Larra se carcajeaba de psíquicos y predestinaciones, no lo hacía con la perversidad de la befa, le divertía solamente el oficio de inventar futuros. Caíale en capulinesca gracia la teatral concentración, de quienes descifran inminencias entre dibujotes del tarot. O, aquellos que entre humaredas de talco, “ven” lo que vendrá en una bolota de cristal, como si el mañana de la humanidad cupiera en el caserón de una gran canica.
Isaú, recién cumpliditos los 26 abriles, se hallaba próximo y seguro de subir al más torrificado escalón, pues siendo integrante de la clase media alta, de la pequeña burguesía bien acicalada… cual alpinista de postín daría la trepada a la gran burguesía con el piolet, las suelas y todos los afeites del plutócrata.
Quintero era corredor de la Bolsa de Valores, yupi les llaman en una especie de antípoda de hippie, emulador real al imaginario Walter Davis en los menesteres de la aconsejable y jugosísima especulación, según revelara El Socio, en la estupenda novela del chileno Jenaro Prieto. Egresó de una universidad privada, de harto prestigio entre el altísimo pedigrí crematístico, entre los hiper ricachos cuya fortuna vale una feria con todo y rueda. Apenas salidito de la facultad… ya estaba vinculado con la gente náiz, exacta, precisa, la idónea para excursionar una zancada rumbo al peldaño ‘onde moran los que de la luz hacen sin parábolas diluvioso tintineo.
De Larra poseía el físico que atrae a mujeres en pesquisa de modelos que sedientos se zampen al colágeno y cuyos conejos embarnezcan en joroba de camellos tras milagrosos buches de anabólico. Todo su aspecto era de gente chic, sin rastro alguno de prietez, blanco sin las exageraciones del lechoso; alto sin las cúspides del gigantismo que imita lo peor de un edificio; de trato asaz escenificado, a fin de agradar a jefes y oligarcas. Y una caballerosidad muy estudiada que a las damitas impactaba en ardides de seducción.
Isaú Quintero de Larra, en efecto, se hallaba cerquísima de conseguir aquel alpinismo escalonado, su noviazgo, con fecha ya de boda, con Charlotte Carlotita Lascuaráin, descendiente directísima de banqueros, dueños de minas y una red nacional de outsurcings, con que honorabilísimos tiburones de bombín vadean impuestos y prestaciones sociales en el aletear de sus privados y procelosos mares (amén de provenir de don Pedrito Lascuaráin, fundador del Partido Católico y de la Escuelota Libre de Derecho… propietario además del Récord Guiness, respecto a la brevedad presidencial, cargo en el que mansa y sabiamente se mantuvo con la duración de una sola tos), garantizaban al novio el título inminente de gran burgués.
Isaú acompañó a su novia a una kermés de abundante caché, en exclusivísima primaria donde estudiaban sus sobrinos, otros Lascuaraincitos de gran abolengo y superior prosapia con todo y prosopopeya. Fue con su prometida y parientitos a un puesto de “adivina” atendido por una “gitana”, la cual envolvía el arsenal de sus ideas en una rojísima mascada, como si en tela hubiera perdurado una sangría crepuscular; sin permiso, la “futuróloga” le asió la diestra, él, sonriente, pidió a la “quiromántica” le “leyera” la palma. La “vidente” accedió, recorriéndole cada línea con su índice delgadito de amoratada uña pintadita, color de asfixia casi, transitando en la torcedura de tantas carreteras sin sucumbir al manotazo.
Quintero abrió la risa en risotada, cuando la “leyente” de literal “primera mano”, le comunicó con voz chiquita pero audible a toda la concurrencia que “Se te caerá un pájaro sin alusiones al albur”, añadiendo que “Sin agua el cielo lloverá una sólida sentencia” y “Tú serás el principalísimo receptor de su decreto”, anexó la “información” de que todo ocurriría muy pronto “En un céntrico mediodía tupido de sol y de gentío, sugiriéndole al “leído” que “No salgas al primer cuadro de la ciudad en los siguientes tres días”. Y con seriedad de mármol esculpido, culminó su oratoria con un muy bien ondulado ordenamiento: “¡Haz caso de mis visiones, no cometas la equivocación del César al desoír a su arúspice Spurinna, referente a que Bruto de putativo hijo se le volvería imputativo jijo!”.
Relajientas veracidades del acaecer
De Larra, Charlotte Carlotita y pomadosos pequeñines, sin discreción pero con elegancia de alcurnia se carcajeaban por la “adivinanza” aquélla. La novia era quien más se bamboleaba en sus reíres y por el augurio de “Se te caerá un pájaro sin alusiones al albur”, además de lo de “imputativo jijo”; la chica Lascuaráin -sacudida por sus mismísimas risotadas- expresaba: “Qué naca tan nacarada”, señalando las uñísimas violetas de la que “leyó” el “porvenir” entre los sitiales del aplauso, la cachetada y el saludo.
Isaú Quintero de Larra enrojeció de tanta risa debido a las relajientas veracidades del acaecer, sin embargo, no pudo izar la huella al último tramito de la escalera. En pleno mediodía, en pleno centro citadino, en el génesis de la mismísima Reforma y el testimonio de azoradas muchedumbres… encima de su auto se desplomó un ave de metal, sin agua, sin truenos, mas con la sentencia redundantemente sentenciada.
Isaú murió debajo de un ferroso Fénix exento de cenizas y resurrecciones. Quintero pereció debajo de un secretario de Estado y otros argonautas fallecidos en la plenitud de la canícula. De Larra feneció debajo de una legible premonición manida. Isaú Quintero de Larra no logró ni siquiera balbucir ¡Oh idus de marzo! ¡Oh Kukulcán y los desastres del barro y la espadaña antecedidos al hombre de maíz!
El Plátano Macho sin nada de potasio
Ulises Guerra Platanares, como el infortunado Isaú, acababa de rebasar un cuarto de siglo en la existencia e igual que aquél lucía vigoroso tórax y bíceps de dromedario que mostraba siempre en camisas altamente arremangadas. Pese a esas minucias similares… las diferencias entre ambos eran copiosas y notables: el arribita cronicado tenía un lenguaje muy popof, éste, a la inversa era en extremo rústico, un prole vulgarísimo, cuya homofobia ensalivaba ráfagas de genocidio e idolatrías al señor Mengele, ya que -discurseaba emocionadísimo- en sus experimentadoras cámaras de gas hitlerianas, revirtió a muchos “invertidos” en las “purificaciones” de la brizna.
Ulises singularizó su segundo apellido autoapodándose “El Plátano Macho” pero “sin nada de potasio”. A su versión contra la homosexualidad, añadía su aversión hacia la mujer, la cual debería morar horizontal en un colchón, con brevísimos lapsos culinarios, en la preparación de chilaquiles con harto simbólico y afrodisíaco chilorio, “Paque el fauno reponga el mar rociado en su bosquecito”.
Guerra acostumbraba pescar doncellas finisemanalmente en los alrededores de la Alameda Central, muchacha solitaria, presa que asediaba “El Plátano Macho” con lo apantallador de los conejazos y un bigotillo de papá grandote que le sombreaba sus labios eróticamente humedecidos de cachorrísima baba.
Platanares, lo mismito que Isaú, fue advertido por una “veedora” de lo que ocurrirá sin ocurrencias, la Maga Plutarca, una vecina de edad mediana y copa extralarge contra sus latidos, le aconsejó no salir en los tres siguiente fines de semana y, menos aún, echar anzuelos contra sirenas en ese temporal. Lo mismito que aquél, “El Plátano Macho” rió todo un río en los fonemas del sarcasmo.
Ulises Guerra Platanares se aventuró alamediano pese a las serias recomendaciones de doña Plutarca. En una banquita, frente a la Avenida Hidalgo, descubrió a una veinteañera sola, con encadilador cruce de piernas, una generosa minifaldita permitía avistar muslos rodinescamente torneadísimos. Juventud sudaba Eros en una sentadita, cabellera que llovía una hermosura azabache en las clavículas, pestañones que atrincheraban un glauco mirar de jade. “El Plátano Macho” se acomodó junto a ella, invitado por una sonrisa de abanico. Platicaron. Él se babeaba de pasión los gajos del decir. Ella cruzaba y descruzaba la escultura de sus andares quietecitos, al son de una faz relampagueante de sensualidad.
Ulises era renuente a la prolongación de los proemios. Guerra la invitó a proseguir el coloquio en un hotelito de paso, un auténtico hostal de pisa y corre en la Santa Veracruz, ella tampoco era asidua de prefacios extendidos y abrazaditos entraron a la posada de los benevolentes desagües… Platanares fue el primero en despojarse de la inutilidad de los ropajes. “El Plátano Macho”, querubinescamente encueradito, procedió a desnudarla, dócil aquélla se dejaba, con el pestañear entrecerradito, él, con su pornográfico boquerón empapado la besuqueaba por doquier, pero al llegar de frente al ecuador de aquella silueta prodigiosa algo casi lo entuertó, ¡”ella” era él ya sin el ardid del bikini y las comillas!
Ulises Guerra Platanares había oído hablar de Sodoma, pero desconocido le era la elongación de sodomía. Aquí, bocabajeño, lo supo, intimidado por una pistola de gran calibre. “El Plátano Macho” perdió algo más que el mote. ¡Ahhh, todo por no escuchar a los hechizos hechiceros del destino!
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