RETOBOS EMPLUMADOS PINO PÁEZ
El colega, La Espingarda y una golondrina
LAS AUSENCIAS, EN ESPECIAL las repentinas e inesperadas, de compañeros, amigos y colegas… pesan la petrificación de una vaharada, como si el vaho y el aliento se hubiesen hermanado en cordillera en las antesalas mismas del cristal.
El colega Alberto Espinosa en un pesaroso adiós
Frente a un teclado se le avistaba siempre, con sus dedos en parvada próximos a aterrizar abecedarios en un cubículo de Voces de El Periodista, manos las suyas atareadas de lenguaje y de saludos; sonreír el suyo de menguante que se abría en plenilunio en el coloquio; silueta la suya esbelta y de apariencia saludable que no denotaba la embarcación hacia la otra orilla...
Se trata de Alberto Espinosa Ruiz, periodista de toda la vida, ser de imprenta que uno se imagina… o ve, con el lápiz detenido en una oreja, listo a trazar una línea de claror o de tiniebla. De súbito ya no está frente a su máquina; de súbito alguien informa su deceso; de súbito el cargamento aquél de las partidas, puebla los dorsales de puertos, despedidas y pañuelos que se agitan en palomar.
Alberto Espinoza Ruiz "La Espingarda", Abraham García Ibarra, Juan Ramón Jimenez, Mouris Salloum George y Luis Javier Sáenz de Miera
Dos Betos sin veto en la memoria avanzaron el compás adonde todos estaremos más allá del caserón de la bruma; Dos Betos vinculados al periodismo, a compartir la nota, la foto y el diagrama; dos Betos: Alberto Espinosa Ruiz que rondaba los 60 abriles; Alberto Hernández García, ingeniero, de apenitas veintitantos de portar su talento diseñador y los resuellos rozagantes. Y un Ricardo sin cardos: Ricardo Mora y Reynoso, septuagenario de semblante bondadoso, residente de la Posada del Periodista que desde el umbral de la callecita de Filomeno Mata, prodigaba la sabiduría de su verbo entre flashazos de su inolvidable oficio de fotógrafo, por ejemplo, más de medio siglo atrás cuando su lente atrapó los ojos de un perrito callejero, cuya mirada era un cañaveral impresionante de la más desolada bendición.
La Espingarda permanece al hombro de un recordatorio
El compañero Espinosa, en Voces…, entre otras funciones, se encargaba de redactar su columna La Espingarda, arma ésta en desuso, especie de obeso mosquetón que los beduinos se sujetaban a una hombrera cual fogosa mascota que custodia el costillar. Anécdotas, puntos de vista políticos y humor “espingardeaba” el columnista, número tras número, bala por tecla, fusil sin plagio pero con disparos a la carta y a la letra.
Varias décadas atrás, Alberto Espinosa Ruiz hizo debutar una sección de cultura en un vespertino ya de la tinta extinto (Ovaciones), azaroso empeño ya que lo cultural (si es que se le da cabida así sea a torturas de calzador) queda rezagado en el último furgón que se descarrila. Máxime, si la línea editorial es de un ambarino intenso, membrillesco amarillismo. En esas páginas inauguró reseñas de libros, entrevistas a literatos, filarmónicos, pintores… El piano dejó de ser una abierta risotada de madera, para devenir en esas planas complemento fundamental -verbigracia- de Rubinstein o Silvia Navarrete, una instrumental dentadura de Dios en el sacramental fluir de la llovizna.
Poco después, sacó su propia publicación, un periódico que abordaba todo, pero sobre todo, desbordaba párrafos y parágrafos referentes a temas culturales. Acerca de esa experiencia, se podría ejercer un parangón respecto a lo que en su autobiografía apuntó Jesús Silva Herzog en referencia a Proteo, una revista de su cosecha que constituyó un éxito editorial y un fracaso mercantil. Alberto, empero, estaba por relanzar el medio interrumpido, con la bienhechora terquedad de quienes, literalmente, comparten la sal y la palabra.
Las Golondrinas duelen todo una canción
Alberto Espinosa Ruiz ya tenía en sus haberes la simbólica experiencia de los muelles, el buque pita un abandono, la salida coyuntural que al instante cincela el sopor de la nostalgia. Radicó algunos años en París, estudiando menesteres de sociología y diplomacia, aunque en menor grado de su gusto más afincado: temas literarios. En su puesto de Voces… una vez desahogadas sus marítimas tareas, charlaba con otro colega que por esos andurriales también anduvo, del Marché aux puces, o Mercado de las Pulgas un extensísimo corredor sobre el Sena de venta de libros usados, de ocasión, entrañablemente viejos en su aroma y en el palpo inmemorial de su portada. Algo así como una Lagunilla al múltiplo, con el río aquél secreteando la disolución de todos los espejos.
Allí, Alberto y contertulio platicaban de una muy barata adquisición de Motín a bordo, en antiquísima edición francesa, novela de Julio Verne que más que versar y conversar sobre piraterías… cuenta y recuenta termas del bucanero mar, en donde se hace referencia a Veracruz situado en la Cordillera de los Andes. Si alguien le hubiese señalado el yerro geográfico al novelista, la probable respuesta -dialogaban los charlistas- sería idéntica a la que Chejov dirigió contra un crítico dizque experto en ornitología quien ilustraba un error en una obra chejoviana, en que un pájaro cruza el Dnieper, un enorme río ruso, porque el alado no posee la naturaleza para tal revuelo, a lo que Antón Chejov ripostó: El ave no, pero el arte sí.
Asimismo, platicaban que en esa ribereña constelación de historias impresas sobre el agua, se consiguió otra joya bibliográfica: la primerita edición de Lettre a mon judge, algo así como Carta a mi juez, novela del belga George Simenon, achaparrado de “autor menor” por más de un analista. El nada simple hecho, expresaba Espinosa Ruiz de que haya escrito unas 500 novelas, sin incluir su montaña de periodística antología… lo hace sobresaliente en el don de la prodigalidad. Además, en Lettre… realizada bajo la técnica epistolar, hay un importante logro literario, arte, en el manejo semántico y desarrollo narrativo.
Alberto y el otro tecleador coincidían en su intercambio oral, que la vida es una permanente acción de despedidas, pese a que se sacudan aquellos puertos de la espalda, pese al afincamiento cual raíz en un mismo sembradío, pese a encerrarse bajo llave de locura en el álbum de del retrato primigenio.
Sin desprenderse ni una pizquita de su reír de amigo, el creador de La Espingarda ponía de paradigma a Juan José Arreola a fin de explicitar la irrefrenable continuidad de los adioses: el escritor jalisciense protestó la égida involuntaria del íntimo regazo. Luego agregaba Espinosa Ruiz (con otras palabras y mejor contenido), viene el carrusel de las crisis: la crisis de los 30, la crisis de los 40, la crisis de la menopausia, la crisis de la andropausia, la crisis de la adolescencia, la crisis de la pubertad, crisis-crisis-crisis a partir de ser retirado el ser en redundancia cruel del líquido amniótico, de la piletita copeteada de indulgencias, de la entraña más entrañable, del único refugio donde el paraíso está.
Cuánta razón. Uno personifica la embarcación constante que ni la más estatuaria inmovilidad lograría evitar. Cada ausencia es un vacío en la retina y una sobrecarga de golondrinas que ningún organillero puede dispersar. Pero los que se van también se quedan en el cubil de la añoranza. Cuánta razón: Nadie vive del todo. Cuánta razón: Nadie muere del todo.
Para nuestros Albertos sin vetos y nuestro Ricardo sin cardos, un mensaje desde el hemisferio interior, desde el recóndito horizonte de una página:
Se recurre con frecuencia al abrigo
a través del inmarcesible destello
para cubrir la ausencia de un amigo
en tatuar inmemorial de un sello
Pues más que un guiño perdura la luz
en un foto-diseñar de palabra
de cámara-diagrama y arcabuz
que invariable al recuerdo labra
El eclipse nunca miente al mediodía
por más que de luto al claror bruña
y recree un crisantemo anochecido
La voz ausente será silbo en melodía
fraternidad que el recuerdo empuña
porque la amistad jamás se ha ido
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