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Edición 281

RETOBOS EMPLUMADOS
PINO PÁEZ


Cronicario de
III pompas fúnebres

Entre estentóreo y subliminal… el poder, oligarcas y plutócratas que por generaciones accionan su manivela, a fin de mantener lo esencial del statu quo, ordenan, sugieren e hipnotizan cómo ser, qué comprar, con cuáles ropajes esconder las carnes, a quién leer y hasta qué nalguitas lucir, pues tener una lisa retaguardia de triplay equivale a deambular con la planicie de su propio funeral; ser poseedor de glúteos aplanados en bistec, es sinonimia de muerte a rajatabla en el trasero, rotular en una andanza lo más chato del obituario.

Cronicario

Crónica I: Melancólicas almorranas

Juan Pérez García era un treintañero agobiado porque la parte posterior de su silueta parecía resanada en un extraordinario trabajo de albañilería, de plano plano en corporal plan de redundancia. La preocupación de este caballero de las llanuras, demostraba que tales cuitas no son de exclusividad femenina.

Juan era poseedor de un mote que lo hería por más que simulara en helado sonreír: El Nalgastristes, despiadados le decían sus colegas de labor en el área administrativa de una empresa automotriz. Y a esa tristeza nalgatoria, atribuía el apodado su nula fortuna con las mujeres, pues ellas también, sin ninguna discreción, viran y anclan su mirada en lo más dotado del anverso varonil.

Pérez, a través de una circunstancial infección a la zaga -almorranas- vería disuelto el sobrenombre. No es que, entre comezón y rascadera, el mal abultara la carencia referida, sino que un proctólogo (al que muchos confunden con pediatra porque también atiende los chiquitos) le propuso, una vez sanado de tal enfermedad, realizarle una cirugía plástica, que le dejaría las posaderas más suculentas que bombachas de payasito en carnaval.

García destinó la totalidad de sus ahorritos en esa operación que le redituó un par de sensualísimos montículos. El Nalgastristes se acabó en la abundancia. Las damas le enredaban retinas de lascivia, y él, sin nalgadas nalgueaba su prodigalidad en las pasarelas de cualquier banqueta.

Juan Pérez García, empero, empezó a sentir dolencias peores que víctimas de inquisitoriales hemorroides, ¡una de sus asentaderas tronó con la ferocidad de una chinampina!, ríos de hule espuma le chapoteaban entre los muslos. Pidió al especialista le devolviera sus melancólicas almorranas, ansiaba recuperar el nobiliario título de El Nalgastristes, lanzó vítores al desabasto, mientras se sacudía el aserrín que lo desarbolaba.

Crónica II: Nalguitas que joroban

Pedro López Martínez, en carne y carga propia, supo que los caprichos de natura suelen encimar la peor de las tragedias. Eso le aconteció desde el debutante chillido a la existencia: su ano con sus respectivas y montañescas laderas… ¡se acomodó en el centro exacto de sus dorsales!, como mochila a perpetuidad contra un expedicionario.

Pedro se ocultaba la frondosidad de su trasero con voluminosas capas de mosquetero; aun en los calorones más intensos a lo Aramís traía su capa. Esa fue la razón sinrazón de que le impusieran el alias, desagradable y corrientísimo, de El Capado, aunque nadie -excepción hecha de sus padres y una hermanita que asimismo lo adoraba- tuviese conocimiento de aquella pesarosa desubicación analganada.

López padecía enormidades en los temporales subsiguientes a la digestión. Debió tomar un curso de contorsionista a fin de evitar la doble fatalidad de una sobrecarga; él mismo dejó creer que su empinado envoltorio era una giba, una jorobota que en doblez lo achicaba. Que imaginaran todo, permitía… antes que la nalgatoria realidad que lo encumbraba.

Martínez era reacio a los abrazos, temía que le palparan lo heterodoxo de su anatomía. Por eso era tan reservado, más serio que la Venus estatuaria, diosa que por cierto -desde un marmóreo guiñito- le sugirió que sólo amara mujeres como ella, sin brazos, sin tacto que nalguear.

Pedro López Martínez, sumido en la serranía de su capa y sus nalguitas, fervoroso abraza musas desbrazadas, tentalea pecados que ellas no pueden sopesar. Y se cuida, protege en demasía que no se le vayan a recostar a sus espaldas, que su mosquetero ropaje no se deslice y, en latín-latinajo las ninfas ante el mundo revelen: Nalgatórum habemus.

Crónica III: Nalgartística expropiación

Miguel Sánchez González, marinero mazatleco, curtido por la sal de todos los océanos, se hizo célebre en el puerto, por un tatuaje de mayúsculo esteticismo, aplicado en uno de sus glúteos, una literal nalguda obra de arte en la boyante mitad perfecta de uno de cárnicos hemisferios.

Miguel, en postura de seducción, presumía la obra en el mural de una de sus nalguitas: amazonas, muchas amazonas, bellamente desnudadas… por masculinas manotas en lujuriosos revoloteo, cual palomar que encuera la hermosura en multitud.

Sánchez, a la par de enseñar orgulloso la nalgartística genialidad sin firma, anónima y, por ende, de dominio universal, permitía que mujeres reales acariciaran mujeres irreales en el 50 por ciento de  sus posaderas. Mano a mano, en duelo de celo tentador, las damas amotinaban sus zurdas y sus diestras más que en un amalgamar… en un analgamar de tentaciones, y el tentado, con el chon coquetamente descendido hacia las aduanas del muslo, encomiaba tentadoras desde una viril exhortación de pujiditos.

González alquilaba su munalga a fotógrafos, profesionales o no, cada clic tenía su precio. Abandonó la marinería, a otros dejó que se calzaran los zapatos de cada buque y de un buche al Pacífico aminoraran su sed de travesías. Incluso, en su domicilio instaló una especie de mirador, para que en horarios establecidos y cuota predeterminada… el público mirara y  admirara al nalguísimo joyel tatuado.

Miguel Sánchez González devino atractivo turístico, las autoridades pusieron a su disposición un paquebote, rehecho con remodelaciones estupendas a fin de que en alta mar los visitantes -de barco a barco- y ante las despeinadoras travesuras de la brisa… contemplaran el enalgado esteticismo.

Miguel sentía que todo le rodaba sobre ruedas, o mejor dicho, todo le navegaba sobre la preciosidad de Mazatlán, sin embargo, su nalguita diseñada pronto empezó a constituirse en corsaria ambición de piratas de arte quienes, con la característica crueldad de tales hurtadores, maquiavélicos empezaron a idear cómo desnalgarlo.

Sánchez no atendió advertencias de personeros gubernamentales. Rechazó un equipo de seguridad permanente, menos accedió a la sugerencia de que -una vez concluidas sus nalgartísticas funciones- se encalzonara un cinturón de castidad, idéntico al que maridos recelosos y re-celosos de que a lo vikingo les pusieran de sombrero una cornamenta… imponían a sus esposas chones de acero para evitarle agravios a la fidelidad.

Gonzáles no creía en la bajeza humana, no aceptaba pensar las trusas le bajaran y después, cual si fuera ambulante tablajería, le rebanaran media nalga como si asunto fuera de preparar un filetito a la clientela.

Miguel Sánchez González, sin eufemismo de despido, supo lo que lastiman los recortes: ¡sin anestesia le recortaron un hemisferio de sus asentaderas!, peor que a don Horacio lo dejaron, excluido por siempre de cualquier sentón, sin concurrencia que pague por ver la espantosa cicatriz. Ni el oficio de marino pudo recuperar, pero las mazatlecas olas lo consuelan, amotinadas lo curten a besos salerosos y él, prometeicamente esperanzado, confía en hallar al artista anónimo para que le tatúe la superviviente nalguita y, ahora sí, a escuchar consejos, a envejecer auditivo y a calzonarse bien acerado… haciendo imposible que le roben a la hermanita que logró sobrevivir.

pinopaez76@yahoo.com.mx



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