AUNQUE SORPRENDIDO por la rapidez de los acontecimientos, Thierry Meyssan celebra la
destitución del gobierno de la Hermandad Musulmana, que anticipaba hace un año.
Mientras la prensa atlantista respaldaba a Mohamed Morsi e injuriaba a Bachar
al-Assad, Meyssan expresaba la opinión opuesta y denunciaba la «primavera árabe»
como una manipulación. El pueblo egipcio acaba de dar su veredicto.
Al cabo de cinco días de manifestaciones multitudinarias
que exigían la partida del presidente Morsi, el ejército egipcio destituyó
al mandatario y designó al presidente de la Corte Constitucional
para asumir la jefatura del Estado hasta la convocación de nuevas elecciones.
Para
entender la importancia del acontecimiento se hace necesario resituarlo en su
contexto.
Una
ola de agitación política se extendió por una parte del continente africano, y
posteriormente por el mundo árabe, a partir de la mitad de diciembre de
2010. Túnez y Egipto eran los países más sacudidos. El fenómeno se explica primeramente
por causas de fondo: Un cambio generacional y una crisis alimentaria. Si bien
el aspecto demográfico escapa al control humano, el aspecto económico fue
ampliamente provocado con pleno conocimiento de causa, primero en
2007-2008 y después en 2010.
En
Túnez y Egipto, Estados Unidos había preparado el cambio de guardia con
nuevos líderes listos a prestar servicio reemplazando a los ya devaluados. El
Departamento de Estado había formado jóvenes revolucionarios como
reemplazo del poder establecido. Así que cuando Washington comprobó que sus
aliados se quedaban sin alternativas ante la calle, les ordenó dejar el lugar a
la oposición ya prefabricada.
No
fue la calle sino Estados Unidos quien expulsó del poder a Ben Ali y al general
Hosni Mubarak. Y fue también Estados Unidos quien los reemplazó por la Hermandad Musulmana.
Esto último parece menos evidente en la medida en que se organizaron
elecciones, tanto en Túnez como en Egipto. Pero la realización de elecciones no
siempre es prueba de sinceridad y democracia. Un estudio minucioso
demuestra que todo estaba arreglado.
No
cabe duda de que Washington había previsto los acontecimientos y que incluso
los guió, aunque algo parecido haya podido suceder en otros países, como en
Senegal o Costa de Marfil.
Y
precisamente se producen entonces disturbios en Costa de Marfil, en
ocasión de la elección presidencial. Pero esos hechos nada tienen que ver en la
imaginación colectiva con la llamada Primavera árabe y se terminan con
una intervención militar francesa bajo mandato de la ONU.
Ya
instalada la inestabilidad en Túnez y Egipto, Francia y Reino Unido dieron
inicio al movimiento de desestabilización contra Libia y Siria, conforme a lo
previsto en el Tratado de Lancaster
House. Aunque realmente se produjeron en esos últimos países algunas
micro-manifestaciones en demanda de democracia, lo cierto es que los medios de
prensa occidentales se encargaron de exagerar su envergadura mientras que
fuerzas especiales occidentales se ocupaban de organizar disturbios con el
respaldo de cabecillas takfiristas.
Recurriendo
a constantes manipulaciones, la operación de Costa de Marfil fue excluida
de la Primavera
árabe (no hay árabes en ese país, donde un tercio de la población
es musulmana) mientras que Libia y Siria sí eran incluidas en ella (cuando en
realidad se trata de operaciones de carácter colonial). Ese verdadero acto de
prestidigitación se concretó de manera relativamente fácil en la medida en
que también se registraban manifestaciones en Yemen y Bahréin, donde las
condiciones estructurales son muy diferentes. Al principio, los comentaristas
occidentales les encajaron la etiqueta de Primavera árabe, pero después
se arreglaron para excluirlas de ella porque las situaciones son muy poco
comparables.
En
definitiva, lo que caracteriza a la Primavera árabe (Túnez, Egipto,
Libia y Siria) no es la inestabilidad ni la cultura sino la solución
preconcebida por las potencias occidentales: El acceso de la Hermandad Musulmana
al poder.
Mohamed Morsi, a la derecha, con su protector
Esta
organización secreta, supuestamente antiimperialista, siempre ha estado bajo el
control político de Londres. Estaba representada en el equipo de Hillary
Clinton a través de la señora Huma Abedin, la esposa del dimitente congresista
sionista Anthony Weiner. La madre Huma Abedin -Saleha Abedin- dirige la rama
femenina mundial de la
Hermandad
Musulmana.
Por
su parte, Qatar ha garantizado el financiamiento de las operaciones, ¡más de 15 mil millones de dólares
al año!, y la cobertura mediática de la cofradía, de la que se ha hecho
cargo el canal Al-Jazzera desde fines de 2005. Para terminar, Turquía ha
puesto el know how político proporcionando una serie de consejeros en
comunicación.
La Hermandad
Musulmana es en el Islam lo mismo que los trotskistas en Occidente: Un grupo de
golpistas que trabajan para intereses extranjeros en nombre de un ideal que
siempre se pospone. Después de haberse embarcado en innumerables
tentativas golpistas en la mayoría de los países árabes a lo largo de todo el
siglo XX, la Hermandad
Musulmana fue la primera sorprendida ante su propia “victoria”
de 2011. El problema es que, fuera de las instrucciones de los
anglosajones, la cofradía no disponía en realidad de ningún programa
de gobierno. Y se aferró a las consignas islamistas: La solución es el
Corán, “No necesitamos Constitución, tenemos la charia” y
otras por el estilo.
En
Egipto, al igual que en Túnez y Libia, el gobierno de la Hermandad
Musulmana abrió la economía nacional al capitalismo liberal. Confirmó
además su complicidad con Israel a costa de los palestinos. Y trató de
imponer, en nombre del Corán, un orden moral que nunca ha existido en ese
libro.
Las privatizaciones de la economía egipcia al mejor
estilo de la señora Thatcher debían alcanzar su punto culminante con
la venta del Canal de Suez, joya del país y esencial fuente de
sus ingresos, que sería vendido a Qatar. Ante la resistencia de
la sociedad egipcia, Doha financió un movimiento separatista
en la región del Canal, siguiendo el modelo ya establecido por
Estados Unido«Ante
nuestra mirada» *Red Voltaire
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