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Edición 309


  

Hotel Otelo


                                                          

HOTELES Y MOTELITOS encierran un historial superior al sabroso rechinar de los colchones, desde venganzas consumadas y consumidas por cónyuges con sienes de perchero… hasta el morir en la soledad más absoluta, como si la sábana (y el difunto) volátil se tornara, etérea cual fantasma que asciende en espiral hacia el rumbo de su propia nada.

Escondidillas de hotelería 

Allá por los 20’s del siglo anterior, en un motel de Sonora, sonoro y afamado por la histórica intimidad de sus pujidos, se registró de “incógnito” una gabacha parejita; él, un ingeniero cuyos apelativos se perdieron entre la pujante sonoridad de la colchoniza; ella, una predicadora renombradísima: Aimee Semple McPherson, a quien ya se abordó en otra retobada.

La señito McPherson -una santa nada gamboína- fundadora de la exitosa “Iglesia Cuadrangular” que aún subsiste, en cuanto los mefistofélicos hijastros del chismorreo descubrieron que su desaparición de lares gringos, se debió a que calaba chillidos de catre en un motelito sonorense… se inventó un secuestro en desesperado intento de que su feligresía no le embargara el arsenal de sus aureolas.



En fecha similar a la jadeante sonoridad de doña Aimee… también en México, en Puebla, otro estadounidense se fabricaría cacofónico un rato el rapto: William Jenkins, aunque a diferencia de su coterránea, éste fabuló y confabuló el “levantón” por dinero: se agenció una fortuna con rueda y mareos incluidos, pagada por el gobierno de Venustiano Carranza. Así, el cónsul “secuestrado” de achaparrado ratón güero y huero, ascendió, muy crecido y creído, a respetable cacomixtle de mucho pedigrí.

Hoteleros de poste y de postín 

Los enterados en menesteres de bisnes y contabilidá, afirman y confirman que los hoteles -de cualquier clase- son buen negocio, lo mismo hotelitos de paso, de literal pisa y corre… que los constelados de cinco estrellas, con huéspedes de harta catego, a quienes se chiquea con devoto servilismo en pos del bendito redimir de las propinas.

Tomás y Eulogio Gillow, padre e hijo, amén de ejercer católico sacerdocio de postín, amén de dedicarse a la terrenal especulación de bienes raíces, amén de ser dueños de hoteles asaz pomadosos, amén de uno que lleva su apellido en mero zócalo defeño en que sólo se registran seres de chequera en exceso obesa, amén de combinar cuentas de rosario y cuentas bancarias… eran definidos por el porfiriato apóstoles de bondá. Amén.



Eulogio Gillow, con altos grados celestiales, ofició el matrimonio de Amadita, la hija consentida de Porfirio Díaz, con Ignacio de la Torre y Mier, a quien poco después enredarían en redundante redada, en aquella fiestecita de 41 invitados en que caballeros, besados y avezados, de bigote a bigote, sembraban de pelambre el ajeno paladar.

Por cierto que don Eulogio, cuando se hallaba de visita en el Vaticano, en la misma época en que el papa Pío IX bendijo a Maximiliano y a doña Carlotita en su mexicano e imperial viajecito... recibió ascenso sacerdotal de manos del encumbrado clérigo Pelagio Labastida y Dávalos, uno de los “notables” que le entibiaban el trono a su maximiliana Majestá.

Arteros fogonazos de hotel 

Contra la heroica Comuna de París, en el último tercio decimonónico, la burguesía gala sin ninguna galanura, los atacó con todo, con decenas de miles de soldados franceses derrotados que Bismark le devolvió a Thiers para masacrar comuneros; con calumnias de variada inventiva, en la cual llameante sobresale la “piromanía”, expectorada por un tal Cavous que acusó a los revolucionarios de incendiar el Hotel de La Ville que, una vez perpetrado el genocidio en perjuicio de los anarquistas, se convirtió en alcaldía. El sórdido escupitajo aquél tuvo secuela y escuela en salivosos ardores de anagrama.

Es posible que Hitler se haya inspirado en aquella quemante patraña, cuando los nazis chamuscaron el parlamento, el Reichstag, responsabilizaron a comunistas de sus propios fogonazos, decapitaron al holandés Der Lubbe y un trío de búlgaros marxistas, entre ellos Jorge Dimitrov, por poco y pierden la cabeza en un  desliz de guillotina. 

En la lazarina Cámara de Diputados, la de acá, hubo otro extraño chamuscadero, tras las elecciones del ’88 en que a los contadores se les cayó el teatrito… y el cibernético sistema, un trabajador pereció en esos “circunstanciales” flamazos que todavía hieden a comillas. Se tatemaron las boletas, los votos se hincharon en botox, aunque en la víspera los legisladores, tras propuesta de don Diego, el que, hablando de caídas, puntual cae en la Punta del Diamante, resolvieron que a las actas y los sufragios, no había que hacerles el feo, pero sí hacerle de ciego.        

 En la dictadura de Machado, en Cuba, otro marxista: Julio Antonio Mella, fue culpado de las hornazas en el Hotel Riveroll que el machadismo provocó. El gran ideólogo isleño consiguió evadir la hoguera que la dictadura le tenía destinada, empero, en pleno centro de La Ciudad de México y en la plenitud del maximato, lo asesinaron a balazos sicarios del dictador, cuando de su brazo Tina Modotti desplazaba las suculencias de su andar. 

De seso el deceso 

En hoteles ocurren crímenes y suicidios, el más común de los fines es la clásica tapa en apertura del seso, que luego del disparo muestran colgantes el despilfarro de todas las ideas. Otra vez La Habana, Otra vez un Hotel: Rivera, allí decidió morir bajo su propia égida Laura Allende, hermana de don Salvador, el presidente derrocado por la ITT, por la CIA, por Nixon, por Kissinger, bajo la material ejecución de sus alfiles pinochetescos.



Antes, en Francia, en el Hotel Alsace, Oscar Wilde perecía, casi ignoto uno de los más famosos escritores en vida, lejos de Londres y Dublín, con el peso duro del encierro en la paradójica exhalación del desaliento, dos años preso, vilipendiado, hecho trizas por su suegro, el marqués de Queensberry, inventor de las reglas de boxeo y padre de lord Douglas, el amante desatado en el huir de la tragedia. Solo el polígrafo en un cuarto que pesaba una lontananza. Solo y desconocido el más conocido de los autores en su era. Sólo solo en un adiós sin nadie, entre lo más íntimo de una lejanía.        

 Otro creador de poligrafías, Cesare Pavese, resolvió su muerte en el turinés Hotel Albergo, ingirió pastillas que adormecen la eternidad de una siesta. Se fue con todos los enigmas, sin letrado andén, sin manuscrita despedida. Marchó nada más consigo mismo, quizá con la murmuración de un poema entre la neblina que el sopor ensueña.

Colectivo reflejo en desolado ventanal 

Era el Hotel Claror un edificio de tres pisos ubicado en la colonia El Reloj, modesto y descuidado en demasía, oscuro de vejez y de salitre, con una clientela compuesta de seres taciturnos, al igual que la única camarera y el administrador de cara en extremo triangular y ojos hundidísimos, como si pesquisara algo en su interior, un recuerdo a pique en sus entrañas, o tal vez solamente se parapetara contra el desafiar de otras miradas.

Gente humilde alquilaba tales aposentos, sin embargo, no se debe a usuarios su trascendencia, sino a que camarera y administrador descritos, colocaron muy unidos sus rostros tras una ventana cerrada del cuartito del piso que daba a la calle y, por alguna razón o mágica sinrazón, la faz de ésta y de aquél se hicieron extraordinariamente visibles a los transeúntes, la mujer con una hermosura sin lágrimas empapada de tristeza, y el hombre con el rictus de geometría. Sus labios, acompasados, al unísono se movían y no era necesario poseer facultades para revelar silentes decires en boca ajena: se les leía una invitación al ascenso… hasta descubrir que todos los mirones de cerquita testificaríamos que en aquellas caras estaban todas las caras, sin otra cirugía que una humanidad reunida en dos semblantes.

Moradores que aquello atestiguaron en El Reloj, afirman que acicateados por algo indescriptible superior al morbo, subieron. Sin personal que les obstruyera la entrada, ingresaron a la habitación desde la que se les ordenó ascender. De pie, estatuidos a la perfección, uno y otra seguían bien erguidos frente al ventanal, sin oír los carraspeos que demandaban su atención. “Alguien les dio un giro de 90 grados, y ¡en verdad!, todos estábamos en la tez de ella y en la de él”, dijo aún impresionado uno de los testigos, agregando que ambos se hallaban muertos en su escultura de vida recién desprendida, sin derrumbarse, aquél viéndonos desde la hondura de su propia entraña, ésta con una  expresión maravillosa, bellísima, una especie de júbilo por haber alcanzado la otra orilla. Y en tal hundimiento y tanta hermosura “Nos reflejamos en paz, quitándole a la muerte siega y mito”.

El Hotel Claror pronto se abatiría por sí mismo, en la demolición hecha por el mandato de sus mismísimas cuarteaduras. Añaden los testificantes que sólo quedó un reverbero de lunas quietecitas en lo que era el último piso… y el rostro de todos en “Una embarcación sin puertos, sin pañuelos que oficien golondrinas, sin llanto que agobie más el mar”.

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