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Edición 299
Escrito por Pino Páez   
Domingo, 17 de Febrero de 2013 17:40

RETOBOS EMPLUMADOS
PINO PÁEZ
(Exclusivo para Voces del Periodista)


Cronicario entre paginar insólito

ENTRE LAS HOJAS de un libro puede haber un otoño que aún no ha silbado su última caída. O puede uno en una librería de viejo toparse con el verbo que nunca fue impreso y la sombra impresa que de espaldas se escabulle. O en los escolios de algún ejemplar, consigue alguien descubrir el rastro de un anónimo que se quiso eternizar. O…


Pino

Verde sin Lorca pero que también se quiere verde

En una treintena de páginas del libro gordote, aunque sin pringue de manteca, Ulises de James Joyce, que compré despastado y con evacuadoras huellas de insecto, mas íntegro en su contenido… entre el monólogo interior de Molly Bloom -en distintas áreas- encontré, 30 billetes de “mil dólares”. Así los vi, con todo y comillas y al compás de mis risotadas; eran tan burdos como los pesotes aquéllos de Pancho López que venían entre las latas de Choco Milk. Estaban muy aplastados y bien planchaditos, como dicen que los falsificadores pasan y re-pasan su copiadera.

Tenían un verdor “enfermizo”, como de sapo encorajinado o disfraz de chafísimo marciano. De una “ iscarioteada” recogí los “30 mil” dolarucos. Se los regalé a mis hijos para que jugaran al turista o hicieran un remake en vodevil del Fobaproa. No los quisieron y, sin ningún respeto al pater… me dijeron que estaban “retecorrientotes”, que ni pa’limpiarse el alma tras pujantes reflexiones del emperador.

Los guardé por inercia en uno de mis bolsillos, y me fui al trabajo. En la esquinita donde abordo mi pesero, un limosnero se me aproximó con todo el filo angulado de su hambre en el transparente poliedro de su semblante. Se me hicieron de un tono extraordinario sus ojos plúmbeos, como si dos rueditas de anochecer muy entristecido se le hubieran estampado entre sus órbitas tan desorbitadas. Me pidió para un taco, pero sólo traía lo de mis pasajes… y los “30 mil dólares”, mismos que le di, no en burla, se los entregué a fin de que no se helara más su palma tan abierta y tan vacía. Y de un salto, tan ancestralmente practicado, me ensardiné rumbo a mi destino.

Un par de semanas después, un hombre elegante, trajeado de alpaca y corbata intensamente guinda, como untada en un guiño de horizonte… se puso junto a mí en vísperas del arribo de mi pesaroso pesero: “¡Gracias, señor, muchas gracias, por los 30 mil dólares!, mi hambre ya quedó sepultada entre algazaras de triperío. Abrí un negocito de Melate, Pronósticos y Rasca-Rasca que otros me trabajan, para que me pueda rascar dialéctico los desasosegados revoloteos del espíritu. ¡Muchas gracias, señor!, y que Dios lo acompañe en su peserita”.

Y se fue como una tos que se pierde en la perspectiva. ¡Era él!, el mendicante aquél, ya sin las encaradas geometrías del nocomer, Lo reconocí por la tonalidad vocal… y los ojos aquéllos de un gris peculiar, exentos de anochecer entristecido, alegres ahora, cual nochecita que se festeja a buen recaudo de lejanísimo amanecer.

No sé si me dijo “Que Dios lo acompañe en su peserita”… o en mis pesares. Ese día laboré desconcentrado, me agencié una regañiza y tres días de suspensión. Quise desquitarme con mis críos, reclamarles el haberse negado a turistear con la veracidad de la fortuna, sin embargo, ellos y yo estamos hechos de la misma contextura sin pulir. Y deseché y el desquite.

Presuroso retomé a Ulises, no para releerlo, puesto que no entendí ni una línea del laberinto ferroviario de la novela… Lo agarré desesperado sin importarme Joyce ni Homero. A lengüetazos le removí las hojas, rezándole a Zeus que aparecieran otros verdes que trataría con respeto y sin comillas, amándolos como el verde sin billetes pero con el mar de Federico García Lorca. Vueltas y más vueltas lamidas y relamidas daba a cada página, babeé todo el monólogo ya no tan interior de la señora Bloom, pero únicamente me llevé al paladar caca de mosca asaz envejecida, cual arqueólogo que ensaliva la invertebrada inutilidad de su propia historia.

¡Sí: caquitas remojadas en reliquia! ¡Sí: el monólogo interior sin novela ni Molly Bloom! ¡Sí: me batí estoico contra nadie en la pared, como chivo proletario que de nada le sirvió saberse potencialmente rico en barbacoa!

Sombras nada más sin tango y sin Javier Solís

Tardé mucho en reponerme de aquella infausta dolariza. Cuando la resignación me llegó por vía del José que no es santo: del clásico hipocorístico ni pepe, con que se asumen las ingratas contingencias de la vida… Retorné a la librería de viejo Acaso lo saca, especializada en vender textos de anagrama, entre éstos, palíndromos y neologismos, como los miles del Ulises que no pude entender ni una entonadita del cántico de las sirenas, tampoco el Nadie mayúsculo y absolutamente engañador contra Polifemo, que  no está en la obra pero que crece edificado como Ninguno.

Tal vez volví en una especie de terapia, como dicen que los prófugos del pomo regresan a las tabernas nada más para oler los espejismos de antaño. O quizá con la prometeica esperanza de localizar el fuego, simbolizado en otros billetes que ya no entrecomillaría.

Apenitas empezaba a recorrer la sección de baraturas en un anaquelito al lado de la mesita en que se acoda el encargado (un hombre de edad intermedia con unos dorsales descomunales), y otro cliente, con la ansiedad en el rostro arrostrada, preguntó tembloroso al librero: “Dispense, ¿no ha visto por casualidad mi sombra?”.

Los otros tres usuarios, el vendedor y yo formamos instantáneos un quinteto de mirares a intercambiar, en los que sin hablar a todo volumen se leían un montonal de hipótesis en encisos a): Se trataba de un lurias. b): Podía ser una bromita digna del comediante polaco, señor Jaladosvsky. c): ni una ni otra cosa, sino la búsqueda de una mascota extraviada…

El dueño o empleado de Acaso lo saca, no se complicó, limitándose a responder con una negativa de izquierda a derecha cabeceada. La situación daba la impresión de culminar ahí, empero, el inusual preguntón extrajo de un morral el libro El hombre que perdió su sombra, y abajito lo que daba la impresión de ser el título real: La maravillosa historia de Peter Schlemihl, y haciendo furibundas elipses con la zurda, tuteaba ahora al dependiente a punto del desgañitar: “¡No mientas! ¡Tú tienes mi sombra! ¡Me lo dijo Chamisso! ¡Ratero eres de lo más umbrío!”.

Luego viró hacia la vera clientelar para advertirnos: “¡Tengan mucho cuidado con este ladrón de oscuridades!”. Alguno pretendía calmarlo. Otro, usando de rehilete su índice en la sien, silente explicaba que era un loreto al que no se le debía manifestar interés alguno. Los que revisábamos ejemplares, nos dimos por enterados y, en cuanto nos disponíamos a dejar al “sinsombrado” con un monólogo más interior y mosqueado que el de Molly Bloom… ¡de un poderoso manotazo izó al responsable de la librería de viejo!, pese a que por lo menos pesaba el doble que el alzador, en vorágine lo sacudía, una y otra vez, los parroquianos íbamos a intervenir, a rescatar al ser utilizado de trapo y banderola sin patria… ¡cuando de la espalda se le desgajaban sombras, muchas sombras, que corrían anhelantes hacia cualquier muro, como buscando la protección de lagartijas y fusilados!

El agitador, ya sin verbo pero con sus apaciguadas manos, recogió su sombra, y se la puso de capa, “Para que me vuelva a proteger del aliento de los que no me han querido, para que me proteja del desaliento de los que de mí nada han aspirado”.

Nos fuimos sin comprar nada, sin comentar nada, sin nada más que los labios resecos, tentaleándonos con escasa discreción atrás de las hombreras, a fin de comprobar que las sombras -sin tango ni Javier Solís- seguían obedientes y conchudas…encaramadas sobre la lobreguez angelical del tameme, del estibador, del recargado-cargador.

Orillar al margen el grito que no ha salido

Trastabillando sobre un arsenal de dudas, me dirigí a casa, de repente, uno de los visitantes de Acaso lo saca, nervioso y con re-percusiones tamborileadas desde su taquicardia… me solicitó: “¡Tenga la bondad de entregar este librito que hojeaba y que no pagué! ¡Yo no vuelvo a entrar a ese manicomio de asombros contra sombras!”, y se retiró sin atender mi respuesta. Dejó el tomito entre mis brazos, alfabeto ambarino como niño viejo de palabras que busca arrullarse distanciadas de la despilfarradora retina de los que nunca leen.

Sin turbante me turbé. Acuclillado en los bordes de una acera, hojeé lo que debía devolver. No fue el título y, por ende, ni el autor, lo que -sin saber la causa- me hizo en el margen de cada página estacionar los de apipizca. Los escolios, a lápiz, a punto de borrarse hasta la intangibilidad de la nada, en letra de molde clarísima rogaban que se le dejara “… transitar el grito que se le atoró en un río que devino espejo”. ¡Suplicaba que le devolvieran su “Alta Voz” que “… no es de los ahogados ni de ningún reflejo…”!

No pude hojear más. Entré a Acaso lo saca para la libresca y escoliada devolución, empapado (no sé si del río aquél o de aguas sin prosa más prosaicas), con el tomito listo a ser repuesto en su librero… ¡cuándo el dependiente me exigió de rodillas y lloroso “Échame tu sombra que ya no aguanto este invierno contra mi lomo”!

Se irguió con el rictus más descompuesto todavía y sus espaldones que de veras calaban el peor de los inviernos, repitiéndome en estribillo “Échame tu sombra que ya no aguanto este invierno contra mi lomo”… ¡Arrojé el librito a su mesita!… y salí resoplando mi angustia a bocanadas. Me re-acuclillé en el misma esquinita, quise gritar una catarsis, una liberación estereofónica… ¡pero el grito se me quedó atorado!, igual al desconocido de los escolios. Supe así lo que hiere el encierro de una gritería, y el río aquél incrementó sus caudales rumbo al estuario, con una alcantarilla que generosa lo albergaba, al tiempo que los peatones ponían los dedos de pinza en su nariz, apedreándome con la cruel lapidación de sus reojos.

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