PAPELES AL VIENTO ABRAHAM GARCÍA IBARRA (Exclusivo para Voces del Periodista)
SIN MAÍZ NO HAY PAÍS
¡Viva el Pacto por México!
Jijos del máiz
AL IMPLANTARSE EN MÉXICO la publicidad (la mercancía) como sustituto de la propaganda (la idea), y generarse la subcultura del slogan y el spot como hallazgos de la mercadotecnia (el mensaje sin discurso y el discurso sin mensaje), gobierno y partidos políticos prescindieron de los servicios de intelectuales e ingeniosos publicistas nativos, para contratar agencias extranjeras, preferentemente de los Estados Unidos, que suplantaron la retórica bien informada como materia del discurso público, con boberías propias para una nación de borregos, según han codificado a la gringa no pocos sociólogos estadunidenses. De lo que sigue que, de la empalagosa demagogia, pasamos vertiginosamente a una vacía pero asfixiante parlocracia.
Por supuesto, la importación de esos servicios mercadológicos se ha hecho sin compadecerse de los patrones culturales que distinguen los procesos de colonización que dieron origen a la Unión Americana y a la República mexicana. Todavía, a fines del siglo XIX, historiadores tanto de aquel país como del nuestro -al explorar las raíces de la identidad nacional-, coincidían en la irónica afirmación de que los Estados Unidos era el único territorio de América en que no había “americanos”, con lo que se denunciaba de paso el brutal exterminio de las naciones originarias.
El otro factor de las acusadas diferencias entre ambos países, es el de los tiempos culturales. En tanto -sobre todo después del Nuevo trato roosveltiano- la de lo Estados Unidos se definió como sociedad de la abundancia (con su alto poder adquisitivo y su cultura del ocio), el tiempo mexicano permanecía anclado, permanece aún, en las estructuras de la desigualdad socioeconómica fincadas en los residuos del sistema semifeudal, que ha dado pie la tesis del colonialismo interno, que ha tenido como santo y seña una extralógica transculturización.
Postmodernidad de pastiche
El fenómeno fue subrayado particularmente cuando, al ritmo de una tecnoburocracia neoliberal formada en universidades norteamericanas, empezó a hablarse arrogantemente del salto a la postmodernidad, cuyo primer imperativo consistiría en proscribir valores (dogmas) y principios (mitos) de nuestra construcción histórica como pretendida nación soberana.
La reflexión anterior la motiva cierta observación aparentemente inane: En las primeras semanas de la nueva administración federal, en las pantallas de televisión apareció publicidad gubernamental, cuya imagen era la de un ágil joven haciendo piruetas sobre las azoteas, al modo de un Hombre araña sin su traje distintivo. Especialistas nativos en medios electrónicos la celebraron como algo “original” y “fresco”. Hace unos días, hemos visto el mismo formato en la televisión del Cono Sur para promover algún producto comercial. No vale perder el tiempo en dilucidar si fue primero el huevo o la gallina.
La altruista Cruzada contra el Hambre
Con base en las anteriores consideraciones, nos remitimos a la Cruzada Nacional contra el Hambre. Ya desde el uso del término “cruzada”, éste nos parece una anomalía de cara al deber del Estado de diseñar y ejecutar políticas públicas compensatorias eficaces, para evitar, precisamente, el sambenito de que el gobierno de la tecnocracia ha montado una fábrica de pobres, para luego condolerse de ellos y hacerlos destinatarios de un asistencialismo oneroso y, desde luego, improductivo. El cuento de nunca acabar: Blasonar círculos virtuosos para rematar en vomitivos y disolventes círculos viscosos
Con independencia de la miseria colectiva -que indudablemente existe-, ¿cuál es el origen del hambre de los mexicanos? En estricto rigor, no necesariamente de la falta de ingesta, sino de una ingesta compulsiva e inapropiada para el desarrollo humano. Y va una breve historia, documentada científicamente hace unas décadas en el Senado de los Estados Unidos, en torno a un solo producto, el maíz, tan acreditado en México que un lema para su defensa pregona sin maíz no hay país:
- el maíz, según el expediente que citamos, contiene al menos unas treinta propiedades, entre alimenticias y medicinales. Para decirlo pronto, en su estado natural proporciona al comensal hasta 60 por ciento de proteínas y la mitad de calorías;
- al intensificarse el proceso de industrialización del maíz para la oferta del cereal a la mesa familiar, se estableció que, una vez pagado al productor a precio de 25 centavos de dólar el kilo, el consumidor final lo recibe con una diferencia de valor al alza hasta de 2000 por ciento;
- sin embargo, antes de llegar al consumidor final, el proceso de industrialización empieza por triturar el maíz, anulando en la trituración y reblandecimiento sus valores nutricios de origen;
- habida cuenta que en el hogar “moderno” de la ciudad la pareja proveedora se obliga al trabajo fuera de casa, el primer alimento del día se reduce sólo al rápido y frío plato de cereal. Para reponer artificialmente la pérdida de propiedades nutritivas del maíz, el industrial lo adereza con azúcares saborizantes, colorizantes sintéticos y quizá algún adictivo.. El consumidor consuetudinario queda expuesto, de entrada, a la obesidad y sus funestas consecuencias. Para empezar, la diabetes y las taras derivadas.
Mejor devorar el empaque que el contenido
- Como el niño consumidor va hartarse de ese repetido y precario platillo, hay que darle incentivos para mantenerlo cautivo hasta su adultez. Aquí actúa la mercadotecnia: Se introducirá en los empaques, primero, la estampita del comic de moda con su respectivo casillero que nunca se terminará de completar. Luego, el souvenir de plástico encarnando los heroicos personajes de la película o la serie de televisión en cartelera.
- Para no alargar la historia, adelantemos el final: Rigurosas pruebas de laboratorio demuestran que el consumidor de la bazofia descrita estaría mejor nutrido si la arroja a la basura y devora el empaque. (Nos recuerda aquel estudio que sostenía que fabricantes mexicanos de cierta marca de pan “de caja”, le daban consistencia al producto con aserrín de desperdicio. Acaso esos fabricantes formen parte hoy del honorable Consejo Agropecuario Mexicano.)
Ahora resulta que, identificado histórica y culturalmente el mexicano como el hombre de maíz -productor y consumidor-, gracias a criminales aberraciones como el saliniano Tratado de Libre Comercio (TLCAN), para obtenerlo ha de pagar su importación a precios en dólar y, si bien le va, tendrá sólo acceso a la variedad amarillo, destinado en otros países a la engorda de cerdos. Pronto, gracias a la posmodernidad neoliberal, lo tendremos transgénico, para seguir enriqueciendo a las depredadoras trasnacionales.
Con el gobierno del humanismo político
El gobierno azul del humanismo político, siguiendo la línea telecista, decretó en 2008 la importación de maíz libre de aranceles. Para 2012, los traficantes importaron más de 11 millones de toneladas, mientras que los productores mexicanos, que el año pasado cosecharon cerca de 22 millones de toneladas, andan de la ceca a la Meca demandando que se les pague a cuatro mil 200 pesos la tonelada (menos de 350 dólares al tipo de cambio actual), al menos para recuperar costos. Obviamente, claman en el desierto burocrático.
En los pasados 15 años (de vigencia del TLC saliniano), México aumentó en 400 por ciento la importación de agroalimentos para cubrir los requerimientos de la población. Según estudios legislativos, ahora México tiene una dependencia respecto de la importación agroalimentaria de 46 por ciento. Al paso que vamos, en 2030 la dependencia será de más del 80 por ciento. Pura soberanía alimentaria.
Para ilustrar nuestro optimismo, no nos queda más que gritar patrióticamente, voz en cuello: ¡Viva el Pacto por México, jijos del máiz!
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