Economía de guerra
Para
sedicentes politólogos nativos, el
febril proceso legislativo desarrollado por el Congreso de la Unión en sus tres últimos
periodos de sesiones, constituye -en estricto rigor- un cambio de régimen, con
el que culmina la Reforma
del Estado iniciada a partir de 1990.
Desde
el observatorio exterior, las reformas estructurales, producto de una
estrategia intensiva y exhaustiva que va desde la revisión constitucional,
pasando por las legislaciones secundarias y sus reglamentos, hasta la emisión
reglas de operación y nuevas normas administrativas, dan soporte a lo que
denominan El momento mexicano.
Por
“momento mexicano”, ha de entenderse la hora en que, venciendo resistencias, la
nueva clase implanta con todos sus
alcances y consecuencias el modelo neoliberal, que coloca a México en aptitud
de competir en la economía globalizada, según lo ha dictaminado hace unos días
el Foro Económico Mundial.
Las medidas “dolorosas, pero
necesarias”
El tortuoso
proceso asomó desde diciembre 1982, en que el presidente Miguel de la Madrid declaró que su
mandato asumiría una economía de guerra, que implicaría
la adopción de medidas “dolorosas, pero necesarias” para reencauzar la economía
-mixta-, colapsada en los dos sexenios anteriores.
De la Madrid:economía de guerra
Si la forma es fondo, lo que en el fondo
estaba anunciando De la Madrid,
era que las medidas “dolorosas, pero necesarias”, no eran otras que las
políticas de choque dictadas por el Fondo Monetario Internacional (FMI),
inspiradas en las recetas de los padres del neoliberalismo, en aquel momento
interpretadas en México por los Chicago boys de Milton Friedman.
Quién
sabe si los Chicago boys carguen con un injusto sambenito y -decantada la
leyenda negra- resulte que el verdadero padre del neoliberalismo mexicano es
para todos los efectos Rudiger Dornbush -reputado de neonazi-, mentor
ideológico del secretario de Hacienda de Carlos Salinas de Gortari, Pedro Aspe
Armella, desde que éste pasó por el Instituto Tecnológico de Massachusetts
(ITM), y sigue siendo factotum en la
concepción e instrumentación de las reformas estructurales.
Novo Estado… ¿Y el nuevo gobierno?
Como
sea, del viejo Estado mexicano -ayer
maravilla fui, y sombra mía aún no soy…- sólo quedan algunas piezas de
museo. Asunto que nos remite a otras circunstancias de suyo graves y grávidas:
Embarazadas y embarazosas.
Salinas, la solución final
Verbigracia: Al Estado revolucionario y al Estado
posrevolucionario correspondió en su turno un gobierno que, mal que bien,
acreditó en México lo que observadores extranjeros vieron como un “sistema sui géneris” que dio al país un largo
periodo de estabilidad política y económica.
El
intríngulis radica en que -por elemental lógica-, a un nuevo Estado debe de corresponder un nuevo tipo de gobierno.
De los dos primeros sexenios tecnocráticos, sus exegetas se presentaron como la
generación del cambio, que se
columpió entre la arrogancia y la infalibilidad. Los saldos de su gestión
dejaron a la República
y a la sociedad para el arrastre. No por otra cosa, se habla cada vez con más
insistencia de Estado fallido.
De
las Constituciones del 57 y del 17, sólo quedan jirones impregnados de
nostalgia. Promulgada lo que de cierto es una nueva Constitución, la gran
cuestión es: qué hará con ella un gobierno que permanece anclado en la antigua praxis: El autoritarismo rayano en el
despotismo; la transa como método de concertacesión. La “alianza estratégica”
saliniana devenida Pacto por México, ya en plenos estertores.
Si la
reciente, nocturna y desvelada revisión
constitucional se toma como un fin
en si mismo, y no como un medio para
la salvación nacional, transitaremos por el atajo de Guatemala a Guatepeor.
Esa
es la tenebrosa incógnita que queda abierta ahora que el Congreso de la Unión -desde esta semana-
tendrá que procesar unas 80 leyes secundarias de la nueva Constitución en el
próximo y corto periodo ordinario de sesiones. Medidas necesarias sí;
¿dolorosas? No es posible que el infalizaje las pueda seguir resistiendo. (Abraham
García Ibarra).
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