La
crisis de representatividad
de la clase política
LA INSANA AMBICIÓN de la clase política de aferrarse a
privilegios que, sin duda, riñen con la ética, extravió el ansiado tránsito del
país hacia la democracia en un laberinto de marañas y simulaciones por donde la
confabulación despojó a la sociedad de su derecho a conducir las elecciones
para democratizarlas.
Se quedó en ilusiones.
CUANDO LA SOCIEDAD apenas
digería la caída del PRI en 2000 e imaginaba un horizonte distinto al atroz
paso de la dictadura perfecta del priato trasnochado, los políticos de
siempre aterrizaron la partidocracia que, según confirma la historia,
mediatiza y somete la voluntad ciudadana a los intereses particulares de las cúpulas,
en un claro fenómeno antidemocrático.
El poder ciudadano había
dado con sus luchas de muchos años, sus demandas y sus votos un cambio radical
al país con la transición que instaló en Los Pinos a los incrédulos Vicente Fox
y el Partido Acción Nacional, con un enorme bono democrático útil para transformar
a las instituciones y la desgastada y dañina forma de hacer política.
Mas para desgracia y
desilusión de los millones de personas que soñaron con un gobierno distinto a
las pesadillas sexenales del PRI, la clase política falló a las expectativas
y, tal vez por sobrevivir a la época, terminó por desandar aquel anhelado y
fatigoso camino a la democracia y, con un zarpazo, dio con el control de todo: el poder, las elecciones, las
candidaturas, las curules, los dineros públicos, las marrullerías y todo el
monopolio, inclusive el de la corrupción que se ha vuelto, para identificarla
entre las clases mexicanas, su ícono en el mundo. Es decir: clase política=corrupción.
Carlos Romero Deschamps
A nadie entonces debe
extrañar que la ciudadanía mexicana, después de trece años de simulacros en las
urnas perpetrados por la hipocresía de los partidos, se haya vuelto entre todos
los países de Iberoamérica en la más insatisfecha con el funcionamiento de la
democracia.
De acuerdo con los
indicadores del denominado Latinobarómetro, sólo 37 por ciento de los
mexicanos piensa que la democracia es preferible a cualquier otra forma de
gobierno, contra la estadística de 62 por ciento encuestada en 2002. Para colmo, menos de 20 por ciento cree
que el país es gobernado para beneficio de todos. Y, como redondeo a la
calamidad, sólo 46 por ciento aprueba al Presidente de la República.
Sale a la luz también la
inconformidad con la situación económica: La encuesta arrojó que 63 por ciento
de los consultados confesó que, en los últimos doce meses, ha tenido problemas
para pagar servicios como agua y luz, aun antes de la gravosa reforma fiscal que traerá más ruina a
la vapuleada economía nacional.
Ejercer venganza en vez de aplicar justicia
La onerosa clase política enraizada al erario y
proclive a mantener la corrupción en todos los niveles de gobierno, hasta
contaminar a las bajas burocracias que por todo exigen mordidas o de plano extorsionan
con cinismo, con el ejemplo de la escuela de sus jefes, cerró las puertas a la
ciudadanía en la toma de decisiones y dispuso que todo continuara igual como en
el priato: con manejos oscuros y desaseados sobre los dineros públicos, sin
transparencia ni rendición de cuentas, con la proclama de leyes a modo para
evadirlas o violarlas, o usarlas en su provecho o torcerlas contra el enemigo.
Esos mismos partidos han
llevado a las cámaras de Diputados y Senadores y a gubernaturas y alcaldías y
presidencias, así como a puestos públicos del Ejecutivo, a individuos corruptos
(¿verdad, Romero Deschamps, Granier, Moreira, Gordillo, Montiel, Reinoso,
Salinas, Alemán, etcétera?), que saquean con impunidad las arcas del gobierno
e, insaciables en su hambre de dinero mal habido, atracan a ciudadanos y
empresarios con la aplicación arbitraria de leyes o los obligan a darles
porcentajes de los montos de las obras a condición de otorgarles los contratos.
Aquí ningún partido se
salva: Todos conocen, fomentan y toleran la corrupción en sus gobiernos. O
digan, para desmentir, a quién han puesto tras las rejas, como les reclama la
ciudadanía, a excepción de algunas venganzas políticas contra descarriados pícaros
redomados como Graniéres, Durazos. Díaz Serranos, Gordillos, Señores de las Ligas, y nada más.
La sociedad duda que con
la cacareada reforma política a punto de ventilarse en la legislatura para su
análisis y aprobación, la clase política o, como dirían los marxistas de
viejo cuño, la clase dominante, quiera ceder espacios que detenta con simulación
como decirse representante de la ciudadanía, cuando a la hora de la verdad sólo
opone sus intereses particulares o de los grupúsculos que manejan como suyos a
los partidos y su botín que les da el Instituto Federal Electoral para
derrocharlo (o robárselo), incluso en actividades o compras ajenas a su destino legal.
Humilde regalo del líder petrolero a su junior.
La teoría clásica
establece que si la participación popular en las tareas de interés general es
mayor, el Estado es más democrático. Pero si es inferior, es menos democrático
y tiende a parecerse a la autocracia.
Según un informe de la
ONU, sólo 82 de 200 Estados del mundo tenían hacia 2002 un sistema democrático que
garantizaba los derechos humanos, la educación, la libertad de prensa y un
aparato de justicia independiente. Muchos de los 140 Estados que realizaban “elecciones
pluralistas” -agregaba el documento- imponían limitaciones a las libertades
civiles y políticas de sus pueblos. ¿Dónde se ubica México?
La mediocridad y las
ambiciones desmedidas de la clase política enquistada en los
partidos trajeron la crisis de representatividad y, como podemos verla a
diario, abarca a los partidos y a todos los poderes públicos, desde el
Legislativo al Ejecutivo, pasando por el Judicial, que han perdido
credibilidad; pero nadie quiere cambiar.
Si desearan por una vez
salirse de la farsa donde actúan, los políticos deberían saber, antes de
aprobar su enésima reforma política en los años
recientes, que habrá una
aproximación a la democracia cuando exista una participación igualitaria de
la sociedad.
Montesquieu (1689-1755).
Sepan que cuando se
suplanta el interés general por el particular de los gobernantes, la democracia
(si la hubiere) degenera en demagogia. O para decirlo con palabras de
Montesquieu, cuando una democracia está dirigida por personas mediocres, el
peligro de que degenere en demagogia es inminente.
Alguien podría refutar
que el país seguiría a salvo de la demagogia mientras adoleciera (como hoy) de
democracia, con una clase política cínica que, dueña absoluta de los partidos, bloquea
a la ciudadanía y acapara con deshonestidad las posiciones políticas
remuneradas con sueldos de escándalo, las montañas de dineros de los impuestos
vía subsidios o prerrogativas del IFE que se esfuman entre sus intereses
personales y a nadie rinden cuentas, usurpa las decisiones de la sociedad y
cierra la puerta a la democratización del país.
La clase política aprendería de los clásicos
si, por ejemplo, escuchara decir a Ciro El Grande, el fundador del Imperio
Persa, citado por Plutarco, su frase de que “no conviene que gobierne a
nadie aquél que no es mejor que los gobernados”.
Entonces, con este
consejo milenario la inepta clase política gobernante (atrincherada
en el PRI, PAN y PRD y en sus costosos e inútiles satélites PVEM, Panal, PT y Movimiento Ciudadano, responsable con sus
errores y omisiones de las crisis política, económica y social del país), estaría
condenada a calentar la banca y daría su espacio y derecho a la ciudadanía
hasta que su rústica politiquería mejorara o supiera algo de oficio político más allá de la
simulación…
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